lunes, 17 de noviembre de 2014

Homeless

Nobody told you how it was going to be. How hard, the pain you feel when you have nobody in a country that isn’t yours, the language that you can’t speak as much as you can. The difficulties you will have with a different family which you didn’t know at all. When you’re sad, nobody is here to give you some words, or smiles, whatever. You’ll finally feel alone and homeless. The worst thing about feeling lonely is when you have a lot of people in your entourage, but no one sees the efforts you got to do the whole time. The pain of a thousand needles in your back. It is that.

And regret. But I don’t feel regrets, honestly. Instead of me, there will be people who will have it. But not me. I thought it will be different, but it’s a pity considering all that you left in your country with all the problems in your family, to came into a place where you’re nobody and you have nothing at all. I felt like sparkling water when I arrived here, but right now, it’s like someone left the bottle open and all the gas just evaporated. I think that I did the much as I can, I gave my all to each member of the family and no-family that now I feel like a real family (I think I do not need to give names), friends, pets and everybody. I tried to make everybody happy, and I think the big part of the people tried to do it too. I think you too, but you don’t realize how much pain did your words and your insults.

I don’t mind what will people think. It is my life and I am the only one who can choose in it. I think in all the baggage I prepared four months ago and all the love I put into them. Now, I don’t have love but I don’t have hate. I hate a lot of things but I won’t hate you for it. I will just think in all the good times that I had here, the language I learned, the people I met, the food I ate (well, not all the food…), the smiles I gave and the smiles I received, the views I saw, the rain I felt and the sunsets at the mountain, all the good experiences I had here. I don’t want to full my luggage with sad times and tears, and I won’t do it. I can’t realize that it will be the goodbye. The last goodbye of what I consider a YEAR TO REMEMBER. I will write this to don’t have to write you a letter and then, another niece will come and you will want to show. I only deserve you to feel better and do the things that make you happy, don’t bitter. Life is so short to be angry, being shouting and unhappy. I hope you will find the peace you want to. And I want you to find it because I think you need it desperately. I want you to know that I love your children, but they’re not the only children in the world. I talked many times with my siblings and you don’t know how hard it is when they tell you to come back crying. A little five aged girlie who cries in the airport because she doesn’t want her eldest sister to go far away. When a little boy goes to your bedroom and asks why his sisters left him alone. Yes, I am not a mother, as you said, but I feel like I am; I know that it’s not the same.


Maturity it is a word that has a lot of terms and conditions but I won’t let you call me immature, that it is go so so so far away. And I will want you to see any of your children in the same position that I am. I came here to help you, to be happy with you, to enjoy all of you. I did it, but not in all the terms. I am so grateful for you, you both had me here and let me know a lot of things. But now, in this very moment I feel homeless. Yes, homeless. And I will never want you to feel it. And I won’t say “I am sorry” anymore because I’m tired of say it when it wasn’t my fault, so, this time maybe it is, but I won’t say it. I feel… Frustrated because I thought that your illness wasn’t so strong to make me go. 
But all I will remember is “that year I moved to France but it was finally four months”.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Guardián

Siempre guardaba pensamientos. O sentimientos. Cuántas veces había desechado ideas por tener que doblarlas y guardarlas. Cada una de las historias habrían señalado, marcado sus puntos inflexibles, su vida. Se vio guardián de historias.
Lejos de todo y de todos, cuando sólo valdría la pena el volver. O no. Cuando se dio cuenta de que nadie es imprescindible para nadie. Que cuando no llamas a la puerta de otros, otros no vendrán a llamar a la tuya. Porque es más fácil olvidar que tener que afrontar. Guardián de puertas. Que las palabras se las llevaba el viento, o aquellas personas que ya no se acordaban de él. Que el vivir lejos ayuda, pero también traiciona, esconde, miente. Que ni todas las Caperucitas son buenas ni todos los lobos son malos.

Sentirse desorientado, caótico, impulsivo. La impulsividad le caracterizó durante cada día, mes y año de su vida. Que las decisiones al vuelo se convertían en las acertadas más veces que las tomadas con cautela. O no.  Los momentos efímeros o los inventados. Guardián de desastres.
Cerró los ojos ante un cielo frío y estrellado de noviembre. Pensando que no había malgastado los días, sino invertido en experiencias. Que a pesar de los fracasos, había muchas batallas ganadas y otras muchas por ganar. Que lo importante no era participar. O sí. Él siempre había pensado que las batallas perdidas eran experiencias ganadas, aunque detestase perder y lo reconociese abiertamente. Que nunca había soportado que le dijesen que lo importante no era ganar, porque siempre creyó que era la frase favorita de los perdedores. Guardián de lástimas.

Que tras mucho tiempo, no es que perdiese el interés en “su propia cruzada personal”, pero que la vida era demandante y no iba a dar razones. Que los días grises, la falta de calma y la riqueza de sombras le supuso sacar un sentimiento enterrado entre muchos otros bajo capas y capas de problemas, responsabilidades y faltas. Guardián de desgastes. Que en una de esas veces no podría sacudirse del abrazo de la melancolía y desahogaba porque llevaba un nudo lleno de dolores. Guardián de soledades.

Porque no importó cuánto daño hubiese acumulado, ya que siempre había un espacio para más. Las heridas que siempre hacían los más cercanos, que casualmente eran los que más le sorprendían, fueron las que más se clavaron. Quizás por esa facilidad que tenía para abrirse a la gente que sólo parecía causarle más dolor. Precisamente la familia que te conoce es la que más puede dañarte. El dolor adoptó formas diversas: una punzada, una leve molestia, dolor sin más… Había dolores con los que había convivido a diario, pero hubo algunos que no pudo ignorar, algunos que borraron los demás y otros que le hicieron pensar hasta qué punto el mismo también habría hecho daño. Cómo enfrentarlo dependió de él: anestesiarlo, aguantarlo, aceptarlo, ignorarlo… Sí, para algunos la mejor manera de enfrentarlo sería seguir viviendo. Sólo habría que aguantarlo, esperar a que se dispersase y que la herida cicatrizase. Igual que para el dolor de la vida, donde no había soluciones ni respuestas sencillas, sólo podría respirar hondo y esperar a que se calmase. La mayoría de las veces el dolor se alivió hasta que llegó el que menos esperaba. Aquel que da el golpe bajo y no le dejaba levantarse, avanzar. Que no habría ni olvido ni perdón. Ya no era guardián de perdones.


Pero eso lo más difícil era aprender a aceptarlo, porque lo cierto es que nunca te abandona y la vida siempre lo acrecienta.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Fallos

Los excesos siempre fueron lo suyo. Sobre todo los excesos de pensamientos. Y por las noches. Era otra persona, completamente distinta aquella que se levantaba de la que se acostaba.

Debía decidir. Debía decidir cuando su mente la decía que renunciase pero su corazón gritaba en silencio un último intento. Sentía que le dolía entre la tercera y la cuarta costilla. El dolor se había anclado ahí y le costaba respirar. Le dolía pero seguía adelante, sin mirar atrás, pasase lo que pasase, costase lo que costase. Había luchado y se había golpeado contra el mismo muro cientos de veces, pero el último choque frontal contra el muro había devuelto con un gancho haciéndola reaccionar: vivir en el pasado preguntándose si algo podría haber sido diferente, si quedaba algo, lo más mínimo por hacer, si existían las oportunidades para ella por mínimas que fueran… El golpe le abrió los ojos a un presente completamente diferente y reconoció que ahí, ahí mismo debería estar. Que el equipaje no estaba hecho, pero eso no la iba a detener.


No había nada definido y sabía de la existencia de recuerdos y cosas que dolerían por siempre. Se deshizo de la llave que cerraba un cajón con el letrero “olvidar no es fácil”, puesto que ya no quería olvidar más. Ya no habría más curiosidades, sino hechos. Que la curiosidad había matado más ilusiones que gatos. Quería invertir. Invertir en vida, sin cambiar un pasado amenazante que la asediaba. Que haber dejado a muchas personas (o que muchas la hubiesen dejado) le abrió otros campos por descubrir. Campos más verdes y cielos más azules y flores más rojas. Se mantendría fuerte, pasase lo que pasase, aunque se equivocase: ya sabía que la vida le demostraba que podía fallar. Llegó el día donde se veía fuerte para decir “sé que puede valer la pena”, a pesar de tener que esperar. Ya estaba cansada de haberse preocupado en vano por nimiedades, siempre complicando lo más simple.

La vida nunca le negó nada. Sólo susurraba “espera”. Ella, tan impaciente, nunca escuchó bien. Pero ahora lo hacía. Dejaba de lado el miedo y hacía lo que deseaba. Tanto tiempo con los ojos cerrados a las cosas que no que no quería ver le había impedido abrir el corazón a lo que podía sentir. La vida le iba enseñando poco a poco quién sí, quién no y quién nunca. Había aprendido a resistir: sabía cómo empezar de cero. No tendría paz interior mientras el control de su vida estuviese fuera de ella misma.  “El mejor guerrero no es el que triunfa siempre, sino el que vuelve sin miedo a la batalla”.


Y realmente, lo más insignificante, le cambiaba la vida. Así, rápido, en un abrir y cerrar de ojos: las cosas pueden cambiar de un año a otro, de un mes a otro, incluso en un día, en una hora. Las cosas pueden cambiar en un abrir y cerrar de ojos. No lo esperaba y ocurrió por casualidad. Nada se construía para la eternidad. Se embarcaba en un viaje largo, sin planear y sin mapa. Marcharse sería difícil… Porque irse es difícil… Hasta que te marchas. Y entonces vería que no era para tanto. Que era más fácil de lo que imaginaba.  Aunque su rumbo señalase a un futuro jamás imaginado. Admitió. Aceptó. Sufrió. Superó. Olvidó. Recordó. Una carcajada escapó a la velocidad de la luz desde su garganta. Sí. Rió.

martes, 29 de julio de 2014

Encuentro

La lluvia volvió a despertarla a las cinco y media de la mañana. Había olvidado cerrar los portones la noche anterior y las gotas golpeaban sobre el cristal. Se levantó y miró por la ventana: comenzaba a despuntar el alba, por lo que se vistió con ropa de deporte y salió de la habitación. Con sumo cuidado se lavó la cara, se cepilló los dientes y se hizo una coleta; no quería despertar a nadie. En la entrada cogió las zapatillas y el iPod.
Puso en marcha la música y bajó la cuesta de detrás de casa estirando un poco y en la recta, echó a correr. Ya había dejado de llover, pero había una bruma que caracteriza a las zonas con exceso de humedad. A pesar de estar en el mes de julio hacía frío y el vaho se escapaba de la boca de ella en cada bocanada de aire que expulsaba. Cuanto más se acercaba al lago, más espesa se volvía. Prefirió evitar el lago, por lo que cambió la ruta, aunque sería más larga. La calzada estaba completamente mojada y las calles vacías. En ese momento, las farolas se apagaron, así que, cesó su marcha y se sentó en el puente de piedra, con las piernas colgando hacia el río. Lux aeterna comenzaba a sonar, se quitó el auricular derecho.


-        -  Sabía que vendrías. Siempre te gustó la lluvia. – dijo una voz masculina tras ella.
Ella prefirió no girarse y mirar el agua, a pesar de que las mallas empezaban a calarse sentada sobre la piedra mojada.
-         - Y me sigue gustando... Siempre lo supiste todo, ¿verdad?
-        -  Todo, lo que se dice todo, no. Pero me he fijado en cada detalle, en cada gesto. – Se tomó treinta segundos para sacar un cigarrillo y encenderlo - Serás de las pocas personas que prefieren salir a correr cuando llueve.
-         - Simplemente me siento más libre. ¿Aún no has dejado esa guarrería?
Él, pragmático, sonrió. Sabía que ella fumaba. Evitó la pregunta sobre el tabaco.
-       -  ¿Más libre de qué? ¿Sigues atrapada?
-        -  Ya sabes que siempre me siento atrapada.
-        -  Hemos hablado ese tema cientos de veces. – Él, con dificultad, se sentó al lado de la joven, pero ella siguió sin girar la cabeza.- Si no dejas pasar las cosas, si no te perdonas, te sentirás así.
-       -   ¡Que no puedo evitarlo!  ¡Me siento culpable!
-      -  No haces nada por evitarlo. Culpable, culpable, pero sólo te enfadas, das cuatro gritos, y tu euforia es pasajera. En ese momento te sientes mejor, pero a la mañana siguiente te encuentras completamente igual que cuando empezaste.
-        -  No me gusta que me despiecen, y lo sabes.
-       -   Sabes que no te despiezo. Sabes que si te lo digo no es para hacerte ningún daño. Sé cómo eres. He pasado mucho tiempo contigo como para saberlo. Si te lo digo es porque quiero ayudarte. Sabes que quiero ayudarte.

Ella aspiró profundamente y se encogió de hombros. Con la mirada fija en alguna roca del río, preguntó:
-       -   ¿Tú cómo has aprendido… - se corrigió- es decir, cómo aprendiste a canalizarlo?
-        -  No es canalizar. – Sonrió, bajo la apariencia dura de ella, siempre con su caparazón – Hay cosas que no se pueden evitar, pero si has cometido el error, debes perdonarte. Si tú no te perdonas, nadie podrá hacerlo.
Él tiró la colilla y la pisó. Se fijó en el perfil de ella, que se había quitado el otro auricular y había parado la música. Había crecido mucho en los últimos años. Una lágrima descendió desde el ojo derecho de ella y atravesó su mejilla para caer sobre la clavícula. Con un gesto rápido, se borró el rastro.
-        -  Nadie nace aprendiendo. Si tú misma no te das la oportunidad de conocerte bien, el resto no podrá ver el diamante que hay tras tu apariencia de chica dura. – dijo él mientras ponía una mano sobre el hombro de ella. Ella cerró los ojos y otras dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.
-      -    Perdónate, cariño. Perdónate. – dijo mientras acariciaba la coleta de ella.
-      -    … Abuelo, yo… – dijo ella mientras se giraba rápidamente…

      La lluvia repiqueteaba contra los cristales. Abrió los ojos. Todas las noches olvidaba cerrar esos malditos portones. Se levantó de la cama y fue a abrir la ventana. El colgante que siempre llevaba al cuello desde hacía casi diez años pendía del pomo de la ventana. A lo mejor pasó tres minutos delante del colgante, pero quizá fueron cinco. O diez. Cuando reaccionó, estiró la mano, lo cogió y se lo colgó al cuello de nuevo. Miró el reloj: eran las seis y media de la mañana y aunque ya no llovía, chispeaba. Hoy saldría a correr un poco antes de la hora prevista.

martes, 22 de julio de 2014

Debilidad

Hacía tiempo que se había perdido. Que no encontraba la salida, pero seguía jugando sabiendo que eso la volvería frenética más tarde. Sin saber qué decir o qué compartir, cómo responder a sus palabras para evitar cualquier roce. Ella sabía que podía atacar, sabía sus puntos débiles: podía hacerle temblar con sólo el dedo meñique. Pero hacía tiempo que había perdido todo el interés en él. Ya no había ningún chip activo en su cabeza mientras el moría de amor por ella.

Él había dejado de creer en la magia, la magia que la convertía suya. Había dejado de creer en ella. Sabía que no pertenecía a otros brazos pero que no era feliz en los suyos. Tenía una mezcla agria entre la tristeza y su propia bilis. Sabía que jugaba consigo mismo, que había perdido la batalla contra ella y que, lamentablemente ella siempre ganaría. Ella, con su sonrisa, sus labios rojos y ese dichoso vestido negro. Y él muriendo de amor. Ya nada era importante. Ella, que siempre había adorado que él la llamase por su nombre, sin apelativos ni motes cariñosos, se desvanecía. Él oía su nombre todo el día en la cabeza mientras ella hacía oídos sordos. Ella, con su nombre diferente del resto, su voz diferente de otras mujeres, su humor extraño y sus tacones.

Y ella ya no quería dormir entre esos brazos, que la sujetaban fuerte por el miedo de él a que ella se marchase. Ella desesperaba por soltarse, la ansiedad que la carcomía todas y cada una de sus noches mientras miraba por la ventana a una luna que no la contestaba ninguna de las mil preguntas que ella tenía y que le ataban las manos a la espalda. Recordaba el momento en el que la llama se había apagado, la especie de mariposas que  revolotean en el estómago cuando te encuentras a solas en la habitación sabiendo que es imposible resistir la sensación. Pero el juego había terminado, era una forma errática de actuar si continuaba este juego infantil que la tenía expectante ante dar otro paso más en falso, con el miedo de avanzar lejos de los suyos. Y mientras, el moría de amor por ella.

Él despertó y a pesar del calor del verano, sintió frío. No vio el vestido negro sobre el butacón ni su colgante sobre la mesilla. No había una nota con carmín escrita sobre el espejo, con lo que él adoraba ver cómo se pintaba los labios con sumo cuidado. Esperaba encontrar un zapato de tacón tirado por el pasillo y así poder recuperar a su Cenicienta. Es cierto, él nunca se lo había perdonado. Porque no es malo no ser suficiente, pero desde que ella había aparecido en su vida, sabía que debía dar el 130% de él, cuando todavía no había superado el 50%. No ser suficiente no es malo… Hasta que a ella no le podía dar todo lo que pedía.

A ella, las lágrimas la acompañaron durante meses. Pensó en volver, pero recordaba que, aunque lo tendría todo, no se tendría a sí misma. Y ahora sobrevivir era la razón, todo lo demás, la esencia de las cosas, la había perdido porque no le importaba. Sobrevivir era su razón de ser, aunque sabía que eso de que “el tiempo todo lo cura” era un cuento para niños.

lunes, 21 de julio de 2014

"Courage"

Ese momento en el que me clavo las uñas y aprieto los dientes cuando la gente te escribe para decirte “Oye qué bien vives, ¿no? Que estás en Francia!”, sin darse cuenta de que, seguramente, mi esfuerzo es mayor que el suyo. Que esas personas no tienen que estar comiéndose la cabeza las 30 horas del día por cómo puedes organizar siete palabras en tu cabeza que  realmente están mal dichas pero a ti te suenan bien en tu cabeza; que, en una parte estás en familia, pero no tienes todo lo que hace un mes tenías. Las fotos que podáis ver en Facebook o Instagram sé que pintan genial, soy consciente de ello. Me gustaría que todos aquellos que juzgan viesen de verdad contra lo que lucho: un país al que me he venido sin saber decir tres palabras correctas y que la primera semana me fui con dos ovarios a hacer la compra sabiendo que en este pueblito nadie habla inglés o español: “Me entenderán. O me entienden o me hago entender. Has estudiado Periodismo, hablas mucho y de lo que sea, así que es tu momento”.  Luego mi primo y mi tío me hicieron la ola diciendo que había sido valiente de ir yo sola, que ellos seguramente en otro país, no lo habrían hecho. Mi miedo no es decir las cosas mal, no tengo ningún reparo en que me corrijan, si estoy aquí es para aprender y todo proceso de aprendizaje necesita muchas correcciones. Pero la gente ve que viajo, que es lo que llevo haciendo realmente media vida, pero no ven otra parte de mí. No importa el lugar de dónde vengas, la ciudad que visites o la gente que conozcas, sino lo lejos que estás de casa, de tu familia y el confort de la misma, la distancia espacio-tiempo, que es un brecha fina y frágil, pero ¿qué sientes por dentro?

Eso la gente es incapaz de verlo, no queda reflejado en ningún tipo de red social. No saben si hoy te has despertado dando botes de alegría o si te has pasado media noche llorando. Es como cuando teníamos diecisiete años y decíamos eso de “Es que tienes el Tuenti lleno de fotos estando de fiesta!” y todos respondíamos con el típico “Ah, ¿que tú te sacas fotos estudiando?”… Por lo tanto, juzgan. Juzgan sin saber, pensando que actualmente mi estado pecuniario va sobre ruedas como si me sobrase la pasta, vamos  y que sólo me dedico a viajar porque puedo. Y nada más lejos de la realidad.
A día de hoy, cuando se cumplen exactamente tres semanas desde que llegué a Francia, creo que es importante experimentar este tipo de sensaciones. Es igual que una montaña rusa. Cuando has comprado los billetes de tren o de avión es como cuando te pones a la cola de la mejor atracción del mundo. Cuando subes al avión notas la adrenalina correr: sabes que es algo nuevo, compáralo a cuando te abrochas el arnés de la montaña rusa. Y luego está la subida… Sabes que puede fallar, el miedo a lo ilógico, lo paranormal, la tristeza y el miedo… Y entonces caes y experimentas al mismo tiempo la excitación y el disfrute. También puedes compáralo a los momentos de soledad y los estallidos de carcajadas cuando viajas. Es el ying y el yang. Lo malo y lo bueno.

Lo bueno de viajar sola es que es fácil conocer gente, pero es más difícil en pueblos pequeños que en la ciudad. Pero si no tienes nadie con quien hablar tienes dos opciones: o eres extrovertida como yo o terminarás hablando contigo misma como yo también, para no perder el español. Puedes ir o dejar de ir a donde tú quieras, siempre y cuando el coche te lo permita. Yo aquí o tengo coche o no hago nada. Pero claro, si vas con tu grupo de amigos y ellos quieren ir al Museo de las Margaritas y tú tienes alergia al polen, esos problemas, sola, no existen. La comida: el mejor de los factores. Odio viajar con gente a la que no le gusta nada de comer (sí, tengo una facilidad asombrosa para dar con gente únicamente carnívora). Por tanto, comerás lo que quieras, cuando quieras y como quieras. Capacidad de absorción: si no tienes mucha gente con la que hablar, prestas más atención a todo lo que te rodea y eres consciente de que reparas en detalles que, si fueses acompañado, no te fijarías. Los cambios de personalidad: viajar ayuda a madurar. Mamá no está para hacerte la comida ni plancharte, ni doblarte la ropita y meterla en los cajones. Te toca a ti resolver, administrar tus recursos y arreglártelas por tu cuenta. Hacerte la loca: cuando nadie te conoce no tienes que preocuparte por nada. Puedes vestirte como quieras, bailar extraño, olvidar la dieta… Total, no me conocen.
Lo malo es que, al viajar sola, los gastos no se comparten: mala suerte, menos mal que di un año de economía en la carrera y me va ayudar mucho (nótese la ironía). Esos momentos de forever alone: cuando vas con treinta bolsas y quieres pasar al baño y no tienes quien te las sujete, o tener que preguntar en veinte idiomas que alguien por favor te saque una foto, o alguien que cuide de ti (yo que soy una paranoica y hay veces que me imagino lo peor, es lo que tiene estudiar Periodismo, y voilà, no hay nadie que responda a tus “me encuentro fatal, y si me desmayo aquí en medio, ¿quién me ayuda?”.


Total, que si vais a decir algo cuando no habéis experimentado NADA de esto, podéis atragantaros con vuestras críticas constructivas o no hacia mi persona. La mayoría de vosotros ni siquiera sabéis el propósito de mi viaje. ¡Shhhh…!

viernes, 18 de julio de 2014

Bravo, viajeros.

Hay lecciones que no se aprenden en el colegio el instituto o la universidad. Tampoco tienen los precios de máster. Hay cosas que no se leen en los libros ni te las puede explicar tu familia si no ha viajado. Si aún no has salido del cascarón, y crees que los brazos de mamá gallina son la mejor manera de crecer, creo que no debes seguir leyendo (y no todos los que vuelan del nido son lo suficiente maduros…)

Viajar nos transforma completamente y, hasta que no lo hayas hecho, (en el sentido estricto de la palabra, no hablo de meros viajes por puro placer), no sabrás de qué hablo. Cuando te ves con que tienes que empaquetar TU VIDA, para irte a otro país, me entenderás. Da igual que  tengas ocho maletas del tamaño de una lavadora y una secadora juntas. La ropa, neceseres, calzado, son simples de empacar. Pero no lo son los recuerdos ni los paquetes de Kleenex, te lo aseguro. Sobre todo los Kleenex. Viajar te va a enseñar que lo que has estado “mamando” toda la vida y estabas hasta los cojones harta de oír, te sirve. “Baja el fuego a las lentejas”, “estira bien ese calcetín”, “plancha bien el cuello de esa camisa”, “¿Por qué no has hecho hoy la cama?”, “Si tienes el cacharro de a ropa sucia en el baño, ¿por qué has dejado las bragas tiradas al lado, es que te costaba mucho meterlas dentro?”, “recoge el lavavajillas”, “jolín con las gotitas del vaso de agua en la mesa…”,  “Pero, ¿cómo que con qué me ayudas, pero tú no estás viendo la casa o qué?”, “Un poco más y en esta casa es que nos come la mierda!”, y lo peor de todo es que sí… Mamá tenía razón. Sí, lo sé, duele admitirlo, pero es lo cierto. Si quieres saber de qué pasta estás hecho, viaja, que como dijo Kapuścińsky, no es profesión para cínicos.

Por norma general, siempre habrá quién te ayude, y sobre todo si vas a aprender. La gente es paciente y es que, a buen entendedor, pocas palabras bastan. También están los típicos jodiendas, pero esos están en todas partes. Pero viajar siempre nos recuerda que, a pesar de tu color de piel, tus estudios, la edad o el sexo, las diferencias no son tan grandes. Siempre, siempre hay momentos de bajón, pero cuatro lágrimas no valen nada ante una carcajada. Lo bueno siempre prevalece sobre lo malo y no todos podemos vivir este
tipo de experiencias.

Es que me siento como una cabra en un garaje”. Sí, perdida. Y sí, también es normal. Donde encontrar una sola palabra que te suene o puedas interpretar se convierte en la tarea de Tom Cruise para que nos resuelva esta Misión Imposible y no sea como buscar una aguja en un pajar. Viajar nos hace crecer, y aunque veces te pierdas, siempre encuentras el camino de vuelta. Pero los débiles son los que vuelven a casa sin haber experimentado.

Los dichosos estereotipos. Sí, soy española, pero no la flamenca del Whatsapp, ¿vale? Aunque sea española hay comidas que me gustan más que la tortilla de patata, odio los toros y NO, no bailo flamenco (de hecho, no tengo ni idea de tocar las castañuelas). Que por esa regla de tres, las fiestas universitarias de los yankees son la repera, los alemanes son todos nazis, los australianos estudian cómo atrapar cocodrilos y los ingleses sólo comen Fish & Chips, ah perdón, que eso sí que es cierto. Vemos que el mundo está repleto de estereotipos en los que la palabra “ridículo” se queda corta.


Las Súper-Mamis (porque lo dicen ellas, obvio y se creen las mejores mamis del mundo mundial). Aquellas que protegen a sus bebés hijos de 23 años. SIN PALABRAS. Súper-Mamis, me dais ganas de vomitar. El mundo para ellas está repleto de gente mala (que en parte es cierto), pero no todo el mundo está corrupto. Para ellas, la palabra “viajar” sólo implica problemas, que le dices que te vas a Berlín a trabajar un año y saltan como si te fueras a la frontera de Gaza. Que yo no digo que sea fácil, Súper-Mamis, que el dolor es igual. Que mientras tú sigues con tu marido/resto de hijos/resto de familia (en la mayoría de ocasiones), tu
hijo/a no. Doler nos duele a todos: a la madre, al padre, a los hermanos y al propio viajero. Pero viajar fortalece a pesar de todo lo que digan esas Súper-Mamis que tanto os cuidan y que os hacen las maletas con 24 años. Me río de vosotros, que el día que veáis el mundo de verdad, veréis que no es lo que os había enseñado mamá. Y me compadezco de todos los que tenéis una e incluso los que pensáis que ella no lo es y estáis completamente manejados por ella.

Al fin y al cabo, lo que intento explicar es que, a pesar de las dificultades que podamos ver, el “nivel de riqueza” respecto al  viajar no tiene precio. Que las ventajas son muchas más que las desventajas, que las diferencias y semejanzas de un país a otro son increíbles y que, si no viajas, no creces. O eso nos han enseñado en mi familia, una en la que cada uno ha terminado en cada punto. Aprovechando que estoy en Francia, te diré que te tomes un par de Petit Suisse, que a mí me daban dos y crece. Pero espiritualmente.

jueves, 17 de julio de 2014

Aprendizaje

Lo que podría convertirse en el desarrollo de la crónica francesa, realmente puede llegar a ser “cómo oír cien palabras nuevas al día e intentar retener mil”. Pero sería un título demasiado largo. 
Para ser exactos, hace dieciséis días que llegué a Francia y lo único que sabía decir era mi nombre. Bueno, aparte de los básicos “gracias/buenos días/por favor”, pero ni idea del “¿cuánto cuesta?/¿qué hora es?” y semejantes. Es cierto que sigo diciendo los verbos como los indios, pero me manejo bien y soy capaz de hablar con cualquiera de cualquier tipo de tema (sí, lo sé, que casco tanto que es que tengo que aprender el idioma a marchas forzadas para poder decir todo lo que quiero).  La verdad es que mis primos me ayudan un montón y me repiten las cosas treinta mil veces, pero lo necesito. No quita que hay veces en las que me apetece matar a alguien cuando se acercan y estoy hablando en castellano con mi tía y me miran gesticulando una sonrisa que yo interpreto como falsedad mientras me dicen “en français!”, y claro, yo sonrío también lo más falsamente que puedo, digo “pardon” y ces’t fini. Pero es que me encantaría verles en mi postura: la carrera recién terminada, habiendo dejado a todo lo que tú quieres y adoras sobre todo en el mundo en tu país, para venirte a otro en el que no sabes cómo articular más de cuatro palabras seguidas sin cagarla obviamente, donde los horarios no cuadran para nada a los que tú estás acostumbrada, y dando gracias a que estoy en casa de familia y no abandonada a mi suerte. Creo que lo de au pair no era tan fácil como habría pensado. Quizá habría muerto de pena, cómo me gusta dramatizar.

Pero sí, echas mucho de menos. Y el cerebro se satura. Se satura de intentar dar más de lo posible, porque aunque me digan “Anaïs, que llevas quince días, ¿qué es lo que quieres?”, ¿qué voy a querer? PUES HABLARLO. Que sé que es imposible que en 15 días hable un idioma perfecto, y suficiente que tengo facilidad para aprenderlo, pero es que aquí las vocales no tienen nada que ver a lo que he estado acostumbrada en mi vida. Que yo oigo amarillo y joven y a mi oído son iguales (y como este ejemplo tengo miles más, es una faceta nueva que acabo de descubrir en Francia: encontrar parecidos  entre las palabras para que luego no sepas diferenciarlos y tener a tu familia repitiendo durante diez minutos seguidos la misma palabra para que tú logres ver la diferencia, sí, mis primos me odian). Sé que estoy haciendo un gran esfuerzo, pero me lo repito TODOS los días “Puedes. Tú puedes. Te quedan días para cumplir los 24 años y tienes más experiencias (buenas y malas) que gente que haya podido vivir tres vidas. Has pasado años malos y esto no tiene nada de malo, estás con familia, te sientes querida y puedes”. Y si me da bajón, pues pienso que podría haber nacido en la frontera de Gaza, pero ver aquí las noticias no ayuda de mucho, total que como tengo pinchado TVE1 (y existe Twitter y todas estas tecnologías), de vez en cuando me entero de qué ocurre en mi país.

Y a pesar de que siempre he estado acostumbrada a viajar (e incluso sola), esto no es lo mismo. Quizás no hacía un viaje de tales características hacía mucho, lo que te lleva a contemplar los diferentes  planos de las edades y cómo llegamos a afrontarlos. No pensé que cuatro días después de haber llegado a tierras francesas, hablando por Skype con mi madre, saltaría Laura diciéndome “Oye Teté, ¿cuándo vuelves? ¡Que ya llevas muchos días fuera!” y no poder reprimir las lágrimas, las mismas que caían la última noche que dormí con ellos, en una cama de 1,05 cm los tres metidos en pleno verano, sabiendo que no volvería a acariciar esas cabecitas en mucho tiempo.

El tiempo pasa de maneras distintas cuando tienes 14 que cuando tienes 24: sin ver los peligros que tiene un viaje, que al fin y al cabo es una ventaja. Sin las experiencias que me han proporcionado los últimos diez años. Sin saber si estaba bien o mal, me lancé al vacío, porque es cierto que no tenía nada que perder pero si tenía mucho que ganar. Francia jamás habría sido el destino que yo había pensado: Estados Unidos, Reino Unido, Australia e incluso hace aproximadamente un año, China. Pero nunca Francia. Curioso y extraño, ya que teniendo a la familia aquí (y que al fin y al cabo es el país de al lado) y sin hablar ni papa de francés; se me podría haber ocurrido antes y por lo menos saber preguntar dónde está la tienda más cercana.


Y aquí estoy, entre las montañas del sur de Francia, intentando explicar mi especie de crónica francesa mientras pretendes retener más de lo que puedes. 

domingo, 29 de junio de 2014

Rica

Llevo meses sin escribir pero la ocasión lo merecía. El miércoles pasado me gradué y ya mañana me voy de viaje a Francia, durante quién sabe cuánto.
Este último año ha sido mucho más duro de lo que jamás podría haber imaginado. Ha sido difícil, amargo y en ocasiones hasta vomitivo. Incluso pensé en tirar la toalla. Esto obviamente, no lo sabe mucha gente que he tenido criticando por detrás y que sé que leerán esto (sí, conseguir una IP no es tan difícil de rastrear como pensáis), y que seguramente estaban deseando que fallase. Y ahí las he tenido a cada una de ellas, siempre de un modo u otro.
Cuatro años, dan para mucho, muchísimo en una carrera. No todo es un camino de rosas… Y no hablo de las asignaturas de grado, sino de amistad. Con sus más y sus menos, he conocido a personas realmente increíbles en ella. Aquel 27 de septiembre de 2010 iba más nerviosa por con quién iba conocer que a cualquier entrevista a la que me hubiese presentado (y para entonces ya había hecho bastantes…) 

Con el tiempo hemos conseguido forjar una amistad, que tras muchas lágrimas, risas, enfados y alguna que otra copita de vino, que es de verdad. Y no diré que desde un principio pensaba que iban a ser especiales, pero el tiempo me lo ha demostrado. Me lo ha demostrado con cada gesto de su parte, con cada aplauso en clase con nuestra mítica frase, con comer arroz en Economía, con salidas fracaso (ya sabéis, ponerse mala, que no haya salido ni Dios ese día, perder teléfonos de ni un mes de vida, lo típico, vamos…), con fiestas de por medio en los que comes chino, eres un dedo y te despiertan demonios, ir al Parque de Atracciones y acabar mareadas sentadas con niños, con exámenes flipantes como el de la Fuencis de primero de carrera y otros a voces como los de Psicología de segundo, con palmeras o napolitanas en clase, con profesores que “no queremos saber lo que estabas haciendo”, hacer de árabes en los aseos porque afuera está cayendo el diluvio universal… Tengo miles de momentos vividos con ellas y me quedo corta si tengo que comentarlos todos.

Hay otras personas que llevan más años en mi vida y este año he necesitado mucho de ellas. Han estado igual, a las buenas y a las malas. Hay gente de la que no te puedes desprender en la vida, y puede que pase muchísimo tiempo, pero no pasa nada, que coges unas patatas con caldo un té con piña y te pones al día en dos horitas, y todo vuelve a ser como antes. El tiempo no pasa. Tengo tanto que agradeceros a todas que no sé ni por dónde empezar ni cómo dejar de llorar, para ver lo que escribo.
El tiempo que corría tras mis pies durante este año me ha demostrado, que no importa desde hace cuánto conozcas a una persona, no importa a quien te hayas cruzado en un largo camino, siempre y cuando se siga quedando a tu lado para superar los socavones baches que te puedas encontrar en la carretera. He pasado momentos con ellas que, las veo pasarlo mal, y como las quiero, me dan ganas de llorar a mí también. Eso me pasa con ellas, porque para mí, son las mejores y no las cambio por nada del mundo. Tendrán sus buenos momentos, los malos, serán insoportables a veces y otras se ríen tanto que ni las comprendes, te gritan de repente porque sí y al rato te achuchan diciendo que te quieren. Quizá por eso las quiero tanto y las idolatro por ello.

Cada una de ellas tiene un espacio personal en mí y corresponden a algo. Porque la gente puede que no recuerde lo que hayas hecho o lo que hayas dicho, pero siempre van a recordar cómo la has hecho sentir. A mí me hacen sentir tan especial que seré pobre, pero muy rica en amistades, y con eso, me basta y me sobra.

Hoy les veía a (casi) todos, sentados en el porche de mi casa comiendo, riendo y pensaba "Importas, porque sino, no estarían aquí...", y reprimía lágrimas hasta que he tenido que hablar. Me voy y dejo aquí personas que en los últimos años han significado tanto para mí, una ciudad que alberga secretos en cada rincón y risas por cada calle. Me voy en una parte con un sabor amargo porque no es lo mismo tenerlas en el momento que quieres que cuando toca, pero tendré que resignarme. Me gustaría tener un día con cada una, decirle lo que vale, lo que ella significa para mi y cómo me hace sentir. Que sin ellas nada sería igual. 

Muchas de estas palabras son para agradeceros a todos SEMEJANTE REGALAZO. No hablo de nada material, simplemente vuestra presencia, en mi casa, conmigo y con mi familia. Este año he tenido tantos momentos que pensaba que me moría como otros que pensaba en que me iban a estallar los pulmones de reír... Y si me he levantado del suelo mil y una veces, muchas han sido gracias a vosotras que me tendíais la mano para ayudarme y decir "Tú, cacho boba, levanta!" y ese mero hecho, me hace eternamente feliz. Se cierran unas puertas y se abren otras. Y esto ha sido el fin de una etapa para dar paso a una nueva. No puedo agradeceros todo lo que hacéis por mí, pero espero ser igual de importante para cada una, como vosotras lo sois para mi.


Para finalizar, detrás de todo esto, también hay mucha gente que, ni sale en fotos y no he nombrado a MI FAMILIA. Pero ellos ya lo saben...
♥ ♥ OS QUIERO  

sábado, 29 de marzo de 2014

Síntomas

Supuse que sería una simple llamada más. No un cambio sustancial en mi vida.
Nos aferramos a personas, a sentimientos, a un tipo de felicidad contagiosa que luego, por mucho que busquemos, no encontramos. Y ese es el primer síntoma.

El síntoma de las horas que pasan mientras esperas en un sillón a que llegue de trabajar, a que se siente en su sofá (primero verde y luego granate) con los refuerzos en madera y una manta por encima. El síntoma de cenar en el salón con tu bandeja y esa jarra de plástico con agua y llena de hielos, siempre, aunque fuese pleno invierno y ver algún programa en la televisión con vosotros y Simba a tus pies. El síntoma de bajar a los frutos secos y tu “Nena, una barrita de Candeal y el secreto”, cuando el secreto era un paquete de tabaco L&M Light, que recordaré siempre… “De algo me tendré que morir”, y lo que me enfadaba que dijeses eso, mientras a escondidas yo rompía cigarros y tiraba paquetes, para ahora de mayor, haber terminado fumando. El síntoma de ser capaz de tener a siete nietos sentados en el suelo mientras tú contabas historias, qué más daba si eran las mismas, ¡si éramos nosotros quienes te las pedíamos! El síntoma de buscar el mando, porque poníais Cine de Barrio, os dormíais y cómo me iba acercando sigilosamente a por el mando: lo cogía, cambiaba (Antena 3, Godzilla) y despertabas, me mirabas y te decía “Jolín abuelo… Que quiero ver Godzilla” y tú que me decías “Nena, ¿pero tú has visto lo guapa que sale Sara Montiel?” y claro, yo me tragaba La Violetera y vosotros dormíais la siesta. El síntoma de echar de menos tu sonrisa, o cómo me llamabas “mi Heidi”, mi 7 colgado al cuello eternamente. El síntoma de ir cantando en el coche Mireille Matthieu,  o cuando me dijiste que Julio Iglesias era hermano de la abuela, o versionar canciones de La Oreja de Van Gogh… “La playa”… Siempre será tú canción.


Ya han pasado siete años… Y, lo cierto es que los primeros sí que fueron los que yo determiné como “síntoma 1”. El síntoma de la ausencia. El creer que volverías, y el impaciente esperar para ver las 19.30 en el reloj de madera y pensar que llegarías a casa… Pero tardarías un poco más… Y un poco más… Y entre tardar más y esperar y repetírmelo una hora, venía el “síntoma 2”, el síntoma de la congoja. Y las lágrimas. Lágrimas que corrían por las mejillas sin poderlo controlar. Y ahí fue cuando llegó mi peor síntoma: el “síntoma 3”. Síntoma 3 era una mezcla de enfado, rabia y egoísmo. Síntoma 3 era mi propio veneno enfrascado. Síntoma 3 se manifestaba con el enfado de que me habías prometido que volvías en el aeropuerto, la rabia interna de ver que no fue así y el egoísmo de “me has dejado sola”.

Esos fueron los principales síntomas del primer año. A posteriori, me dijeron que era algo completamente normal, las etapas por las que pasamos cuando perdemos a un ser querido. Pero me seguía acostando todas las noches, pensando aunque fuesen unos minutos en ti (aún lo sigo haciendo) y en nuestros momentos juntos. Luego vinieron los síntomas en los que recuerdas cosas, pero el peor síntoma vino con la aceptación. La dura aceptación. El intentar psicoanalizarme y ver el hueco que habías dejado en mí (y en cada uno de nosotros), como si hubiese pasado un huracán por casa y dejase todo patas arriba. Las veces que me hervía la sangre, la rabia acumulada, las ganas de gritar, patalear y tirarme de los pelos, desaparecer del mundo y era entonces cuando con el arco tensado que mantenía en el alma… Soltaba la flecha del “DÉJAME EN PAZ, DÉJAME POR FIN DORMIR UNA NOCHE SIN TENER QUE MOJAR DE LÁGRIMAS LA ALMOHADA, ME ARDAN LOS OJOS Y ME LATAN LAS SIENES, DÉJAME QUE ME VAYA LEJOS, MUY MUY LEJOS DEL MUNDO SI FUERA POSIBLE!”. Y entonces despertabas otra vez, en la misma cama en la que tantas veces te habías despertado y acostado, con la almohada húmeda y jaqueca. Y es entonces cuando aprendí que no debía mostrar mi desesperación ni mis heridas abiertas.

El síntoma de no tener el valor suficiente para muchas cosas, mientras otros piensan lo fuerte que eres, sin saber o sin olvidar que tú también eres persona. Que también respiras y tienes sentimientos. La de veces que me he tumbado en la cama pensando “Me estás poniendo a prueba, ¿verdad?” sin obtener respuesta alguna, obviamente. Tenía aún tantas cosas por aprender de ti y a veces me pregunto si me manifiesto en alguna, de si estarás orgulloso de mi, que siete años para aparecerte en un sueño son muchos años, ¿sabes? Pero estabas ahí y parecías tan real, te podía abrazar, te podía tocar y de algún modo lo sentía como si fuese de verdad. Pero con el último síntoma manifestado (pena) tengo el síntoma de alegría, bienestar, cariño sepulcral y un orgullo que no me cabe en el pecho: no ha habido mejor persona que tú, ni en esta vida ni en otra; la alegría de haber compartido mi vida contigo, bienestar de haberla disfrutado, cariño incondicional de nieta que te ha adorado y orgullo de haberte tenido como ABUELO. Siento que tengo tantas cosas que decirte y no sé por dónde empezar, pero me gustaría que me pidieses el beso de siempre, de esos fuertes que te daba en la mejilla y me decías “¡Más fuerte!” y apretaba más para luego, cuando parase, me bizcases los ojos e hicieses que te había desencajado la mandíbula.

Realmente, todo sería distinto si aún siguieses aquí, si no hubieses hecho esa promesa en el aeropuerto, sin tener que hacerme a la idea de no verte a no ser que sea en papel… El tiempo pasa pero sigo guardando frases… “Por dentro estarás rota, pero ante nada lo notan”.


Gracias por 16 años inigualables. Ahora me toca seguir el camino, aunque cuando flaqueo, me permito sentarme, imaginariamente, en tus rodillas. 
Abuelo, abuelo… Hace mucho que no me cuentas un cuento. Te quiero.

lunes, 3 de marzo de 2014

Superhéroe

Siento mucho no tener palabras de luz para ti. Bueno, ni para ti ni para mi, para mi propia desgracia. Debería regalarte sonrisas al menos cuando las circunstancias me permiten verte y sin embargo, a pesar de que no paro en todo el día, tengo la sensación de que me hundo en esa cama ahogada de tristeza. No lo soporto, esa mirada tan honda. Parece que quepa en tus ojos el océano más bravío del planeta y yo no puedo hacer nada por cambiarlo. Ya no hay nada que salvar. Cada palabra que me sonrío es como si estuviera vacía, ni siquiera un abrazo me levanta las comisuras de los labios.



No se me ocurre nada que pueda salvarte y, no aguanto más esa sensación de antes de darte un beso o un abrazo sabiendo que detrás viene la pasividad de esa melancolía que te consume, que no sirve de nada lo que yo pueda darte, que no puedo darte nada, que no soy una súper heroína como decías que era.
Aún recuerdo cuando mi abuelo me dijo que el superhéroe no es el que resiste, es el que se salva, pero yo quizá no quiero seguir con lo que llevo en la espalda. Yo qué sé qué decirte ya, pero no quiero perderte, no quiero perderte ¿oyes? Él siempre me decía “pues ya puedes comenzar a poner los pies en el suelo y caminar y si te flaquean las piernas y te caes, te levantas cuantas veces haga falta. Me importa una mierda tus excusas y si no te quedan fuerzas, pero no pienso permitir que te dejes ahogar”.

Ojalá te dieras cuenta del dolor que sí siento en el pecho cuando te veo inmune a mi cariño y más débil cada vez ante tu negro, cuando pienso en la idea de perderte (ah perdón, que aquí todo ya está perdido), cuando te miro a los ojos intentando encontrar la respuesta a lo que necesitas y no encuentro nada y a mí se me inundan los ojos lágrimas, da igual lo que yo haga o diga porque nada te llena. Y lo peor es que sé lo que puede hacerlo y no soy yo. Queriéndote como te quiero y no soy quien puede llenarte.

Lo sé. También sé la frase correcta para ahora… “Haberme querido más y mejor cuando pudiste”.

domingo, 2 de marzo de 2014

Polvo de hadas

Volvió Marzo para martillearle lentamente. Para recordar y autoconvencerse de las piezas clave del pasado. Para saber y necesitar aceptar lo ocurrido, a pesar de que era consciente de que hacía mucho tiempo que el verbo esperar no existía. Marzo siempre estuvo cubierto de nostalgia y daño hasta hacía cuatro años aproximadamente, pero nadie podía quejarse de lo que había provocado, ¿verdad? Marzo provocó suspiros y desarrolló un síndrome de dependencia a raudales, transformado en brazos que agarran y pechos sobre los que dormir. Que por mucho que lo intentase quizá el olor se había transformado en droga de los últimos abrazos que ella había aceptado siempre que él preguntaba si los quería recibir. Una droga insaciable porque cada vez que lo respiraba no sabía si era mejor o peor. Por el momento se elevaba, como aquel que con polvo de hadas y extendiendo los brazos empezaba a levitar, volando como en el cuento de Peter Pan. Lo peor es que ésta vez no era una historieta de su imaginación. La realidad se había estancado.



En Marzo el tiempo se acababa y ella seguía autocomponiéndose, intentando arreglarse, desintoxicarse, por lo menos para crear un mínimo de oxígeno de reserva, al menos de ese del que echaba mano cuando algo o nada iba bien. El problema es que ese tipo de oxígeno se escondía demasiado bien, y entonces fue cuando se vio en reserva. No recordó dónde había guardado la otra bombona de repuesto, tras toneladas de corazas inservibles. Necesitaba encontrarlo, por lo menos para tirar de él un tiempo más, por lo menos hasta que se agotase como como un grifo de tuberías congeladas donde las gotas caen monótonas.

Pero ya. En Marzo faltarían más de tres trescientas sesenta y cinco vueltas de espera. Lo que ella quería decir es que es como si se volviese niebla... Sí, como si se volviese niebla, eso es. Niebla en estado de suspensión en el aire, entonces la emoción de tocar el cielo desaparecía, sólo imperaba el frío de la inactividad y se sostenía sin más. Ya no volaba como antes. Nada de alas desplegadas, nada de pulmones a reventar luz, nada de nada. Que no podía salir, pero tampoco podía entrar, que estaba suspendida en esa niebla-limbo con una ciudad llena de obras y trayectos interminables aunque fuesen de cinco minutos, que no habría nada de nada ahí. Y lo peor, o lo mejor del caso, es que, ahora, ninguna vitamina personificada podía ponerle los pies en el suelo ni elevarle al infinito.

Total, tampoco iban a darles el Oscar al drama más empalagoso del año.

jueves, 20 de febrero de 2014

Miedo

El miedo es como la energía. Ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.

El miedo era acostarte con la cama vacía, con sábanas limpias pero con hedor a soledad, con la almohada fría. El miedo era saber que no te ibas a despertar en verano en mitad de la noche con una luna llena que deslumbraba, con las quejas de que la persiana estaba subida o la puerta abierta. El miedo era no compartir la habitación aunque se hiciesen cosas distintas, pero la compañía se palpaba. El miedo era no conducir el mismo coche volviendo a casa cantando canciones en inglés, a veces a voces u otras veces reconociendo que no sabía la letra. El miedo era no volver a repetir los cubatas de los sábados en casa (cuando apetecían) o las bebidas energéticas en exámenes o los cigarros en el salón hasta las tantas de la noche. El miedo era no tener la plenitud del brazo que te rodea mientras duermes en invierno, la mano que te acaricia el pelo o el beso en la mejilla mientras piensa que no te enteras. El miedo era despertarse con pesadillas y que te acunasen para que volvieses a cerrar los ojos con tranquilidad. El miedo era no compartir más cafés por la mañana, desayunos continentales con crêpes/gofres/tortitas/tostadas francesas, pasta a mediodía y hamburguesas por la noche. 


El miedo era no volver a repetir los planes de los viernes, en la cama viendo alguna peli o sino, entre semana, con series hasta que empezaba la Tele-Tienda o los programas del tarot aunque veces eran programas de tertulias futbolísticas. El miedo era no sentir la mano que sujetaba la frente para vomitar las ingestas abrumadoras de alcohol en fiestas y no despertar con un ibuprofeno y un gran vaso de agua para la resaca que se abalanzaba para partir el día. El miedo era no salirse al poyete de la ventana para sentarse con las piernas colgando y pensar en nada, únicamente disfrutar el momento de tranquilidad. El miedo era no abrir los ojos por la mañana y poder cruzarse en medio de la cama mientras otros estudiaban desde las seis de la mañana. El miedo era no tener que meterse a la ducha y llevar cinco minutos para que alguno tuviese que salir a cambiar la bombona de butano (todo un deporte de riesgo). El miedo era no reírse a carcajadas limpias en medio de la noche por cualquier tontería y luego caer en la cuenta de que el resto de la casa dormía. El miedo era no recibir el abrazo necesitado que curaba cualquier tipo de mal. El miedo era no volver a viajar juntos a playa, montaña u otras ciudades, sin importar el destino que fuese. 
El miedo era no repetir las noches en la piscina o las siestas de dos horas que te mantenían desvelado por la noche. El miedo era el no hacer nada, el sumirse en la rutina, el ver que se acercaba el fin. El miedo era la discusión, los enfados, gritos y recriminaciones posteriores. El miedo era no saber que luego las reconciliaciones eran lo mejor de ello.




El miedo se convertiría en una rutina abierta y perezosa donde el cerebro gritaba y el corazón callaba asintiendo bajo presión. El miedo se estancó en aquello que podría llevarte al borde del precipicio o al de la gloria. El miedo se transformó en terror al descubrir que fue en error el bajarse del árbol, saber la falta, palparla, llorarla y cubrir con mantas de invierno para no notar el frente polar que desprendía el corazón y se expandiría por el resto del cuerpo o bien estudiar arquitectura maquillaje para echar medio kilo de cemento de quita-ojeras para tapar hoyos bolsas de lágrimas. Sin embargo el mayor miedo, era saber haber fallado a quien más esperaba de ti, la única persona que no te juzgaba a pesar de saber mucho sobre ti; el irremediable dolor entre el pecho y el corazón como la daga que se clava y las sacudidas de lágrimas a medianoche, sabiendo que la palabra que te come es IMPOSIBLE.  Porque lo único que quedaba por lamentar era el haber descubierto demasiado tarde que la perfección está en lo imperfecto de las pequeñas cosas que rodeaban absolutamente todo.

jueves, 9 de enero de 2014

Verdad

Me dijo que, a pesar de que hacía las cosas complicadas (para mi y para todo el mundo), debía seguir luchando, que yo podía aguantar cualquier asalto, que seguía habiendo gente que me necesitaba. Yo le contestaba entre lágrimas que lo sabía, que me había recuperado, pero que, intentaba luchar y en ocasiones me desplomaba tras intentarlo y esforzarme.
Me instó a que siguiese luchando, que yo siempre había sido de las que lo intentaban una y otra vez, que yo no era de las que decían "Oh, eso no lo conseguiré nunca". A estas alturas de la conversación me había sentado entre sus piernas y él me pasaba los dedos entre el cabello. "Mi pequeña Heidi, nadie es perfecto. Cuanto más la busques, cuanta más desesperación pongas en tu empeño de encontrarla, mayor será la caída. La gente como tú da a entender que no sentís nada, pero eso no es la exclusiva del sufrimiento. En ocasiones te sentirás perdida e incluso hundida e inferior. Pero las decepciones te harán fuerte".
Le contesté que seguía sin entender todo...
"¿Qué es lo que no entiendo? ¿El levantarte de la cama con sensación de fracaso? Se genera porque ves que alrededor todos parecen conseguirlo. Y no me vengas con absurdos de que tú no puedes, aunque lo intentes. Que parezca que lo consigan, no significa que lo hayan conseguido".


La verdad es dura, la verdad es incómoda y a menudo la verdad duele. La gente dice que quiere saber la verdad pero ¿es cierto? La verdad es dolorosa, en el fondo no queremos conocerla, sobre todo cuando sabemos que nos afectará. A veces decimos la verdad porque es lo único que podemos ofrecer. A veces decimos la verdad porque necesitamos decirla en voz alta para poder oírla, otras veces la contamos porque no podemos aguantarnos y otras la contamos porque a alguien le debemos al menos eso.

sábado, 4 de enero de 2014

Cambios

Primera actualización del año. Superados los días previos, los nervios, el halo de incertidumbre que rodea a la Nochevieja, ya nos queda la última fiesta para volver a la realidad: Noche y Día de Reyes.
El año nuevo me ha traído muchas novedades, unas buenas y otras... Dejémoslo en no tan buenas, pero eso no hace que pierda el interés en mi “cruzada personal”. La vida es demandante. No he empezado el año con una lista de propósitos, las cuales para mi no tienen sentido alguno, porque, ¿para qué? Si seguramente no los cumpla y además… Ya todo está escrito. Y me estoy sintiendo muy positiva con esto del comienzo de año: bajo capas y capas de problemas, responsabilidades, falta de mimos y falta de sueños, no me siento desgastada, sinceramente.

Me he sacudido del abrazo de la melancolía, ya no hay nudo que me ahogue y aunque me ha dolido dejar a muchas personas atrás (en las que incluyo a familia y amigos), sé que no estoy sola. Y, aunque siempre he detestado la típica frase de “año nuevo, libro nuevo”, a la cual siempre decía que estaba harta del dichoso libro nuevo que no llegaba, este año ha tocado. Sí. Será el destino, que debía de pasar todo esto en el lapso de cuatro meses, para que en mi cabeza se activase el botón de alarma y saltase el chip de cambiar.


Lo conté alguna vez. Mi abuelo me dijo cuando cumplí quince años (acompañado de un regalo que siempre llevo colgado al cuello) que la vida era corta y que, si para ser feliz, debía ser egoísta, que lo fuese. Me he repetido incontables veces esa frase en la cabeza, pero, lamentablemente, no la cumplí. Pensando en cómo actuar, qué hacer para complacer a todo el mundo. Y qué curioso, que justo cuando decidí serlo, y dejar de ser yo la que llamase/enviase whats/estuviese pendiente de los demás… Los demás, simplemente, desaparecieron. Así, sin más, sin cursilerías ni utopías.

En mi vida habré sobrevivido a situaciones difíciles, pero eso no me ha hecho sentirme más fuerte ni más feliz, simplemente me recuerda que estoy viva y que soy capaz. Y las promesas no valen de nada, ni los juramentos, ni toda esa bazofia que te hacen creer desde que somos pequeños. Y nadie demuestra nada por temor a quemarse. A lo mejor yo me he quemado tantas veces que, la chamusquina me impide demostrar más a aquellos que no lo merecen. Al igual que nunca estamos suficientemente lejos de quienes odiamos, nunca estamos absolutamente cerca de aquellos a quienes amamos.

Y ese es un principio (atroz, pero real) del que todo el mundo debe ser consciente. Hay verdades que merecen nuestra atención y hay otras… Con las que no conviene mantener diálogos.