miércoles, 5 de noviembre de 2014

Guardián

Siempre guardaba pensamientos. O sentimientos. Cuántas veces había desechado ideas por tener que doblarlas y guardarlas. Cada una de las historias habrían señalado, marcado sus puntos inflexibles, su vida. Se vio guardián de historias.
Lejos de todo y de todos, cuando sólo valdría la pena el volver. O no. Cuando se dio cuenta de que nadie es imprescindible para nadie. Que cuando no llamas a la puerta de otros, otros no vendrán a llamar a la tuya. Porque es más fácil olvidar que tener que afrontar. Guardián de puertas. Que las palabras se las llevaba el viento, o aquellas personas que ya no se acordaban de él. Que el vivir lejos ayuda, pero también traiciona, esconde, miente. Que ni todas las Caperucitas son buenas ni todos los lobos son malos.

Sentirse desorientado, caótico, impulsivo. La impulsividad le caracterizó durante cada día, mes y año de su vida. Que las decisiones al vuelo se convertían en las acertadas más veces que las tomadas con cautela. O no.  Los momentos efímeros o los inventados. Guardián de desastres.
Cerró los ojos ante un cielo frío y estrellado de noviembre. Pensando que no había malgastado los días, sino invertido en experiencias. Que a pesar de los fracasos, había muchas batallas ganadas y otras muchas por ganar. Que lo importante no era participar. O sí. Él siempre había pensado que las batallas perdidas eran experiencias ganadas, aunque detestase perder y lo reconociese abiertamente. Que nunca había soportado que le dijesen que lo importante no era ganar, porque siempre creyó que era la frase favorita de los perdedores. Guardián de lástimas.

Que tras mucho tiempo, no es que perdiese el interés en “su propia cruzada personal”, pero que la vida era demandante y no iba a dar razones. Que los días grises, la falta de calma y la riqueza de sombras le supuso sacar un sentimiento enterrado entre muchos otros bajo capas y capas de problemas, responsabilidades y faltas. Guardián de desgastes. Que en una de esas veces no podría sacudirse del abrazo de la melancolía y desahogaba porque llevaba un nudo lleno de dolores. Guardián de soledades.

Porque no importó cuánto daño hubiese acumulado, ya que siempre había un espacio para más. Las heridas que siempre hacían los más cercanos, que casualmente eran los que más le sorprendían, fueron las que más se clavaron. Quizás por esa facilidad que tenía para abrirse a la gente que sólo parecía causarle más dolor. Precisamente la familia que te conoce es la que más puede dañarte. El dolor adoptó formas diversas: una punzada, una leve molestia, dolor sin más… Había dolores con los que había convivido a diario, pero hubo algunos que no pudo ignorar, algunos que borraron los demás y otros que le hicieron pensar hasta qué punto el mismo también habría hecho daño. Cómo enfrentarlo dependió de él: anestesiarlo, aguantarlo, aceptarlo, ignorarlo… Sí, para algunos la mejor manera de enfrentarlo sería seguir viviendo. Sólo habría que aguantarlo, esperar a que se dispersase y que la herida cicatrizase. Igual que para el dolor de la vida, donde no había soluciones ni respuestas sencillas, sólo podría respirar hondo y esperar a que se calmase. La mayoría de las veces el dolor se alivió hasta que llegó el que menos esperaba. Aquel que da el golpe bajo y no le dejaba levantarse, avanzar. Que no habría ni olvido ni perdón. Ya no era guardián de perdones.


Pero eso lo más difícil era aprender a aceptarlo, porque lo cierto es que nunca te abandona y la vida siempre lo acrecienta.

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