lunes, 1 de septiembre de 2014

Fallos

Los excesos siempre fueron lo suyo. Sobre todo los excesos de pensamientos. Y por las noches. Era otra persona, completamente distinta aquella que se levantaba de la que se acostaba.

Debía decidir. Debía decidir cuando su mente la decía que renunciase pero su corazón gritaba en silencio un último intento. Sentía que le dolía entre la tercera y la cuarta costilla. El dolor se había anclado ahí y le costaba respirar. Le dolía pero seguía adelante, sin mirar atrás, pasase lo que pasase, costase lo que costase. Había luchado y se había golpeado contra el mismo muro cientos de veces, pero el último choque frontal contra el muro había devuelto con un gancho haciéndola reaccionar: vivir en el pasado preguntándose si algo podría haber sido diferente, si quedaba algo, lo más mínimo por hacer, si existían las oportunidades para ella por mínimas que fueran… El golpe le abrió los ojos a un presente completamente diferente y reconoció que ahí, ahí mismo debería estar. Que el equipaje no estaba hecho, pero eso no la iba a detener.


No había nada definido y sabía de la existencia de recuerdos y cosas que dolerían por siempre. Se deshizo de la llave que cerraba un cajón con el letrero “olvidar no es fácil”, puesto que ya no quería olvidar más. Ya no habría más curiosidades, sino hechos. Que la curiosidad había matado más ilusiones que gatos. Quería invertir. Invertir en vida, sin cambiar un pasado amenazante que la asediaba. Que haber dejado a muchas personas (o que muchas la hubiesen dejado) le abrió otros campos por descubrir. Campos más verdes y cielos más azules y flores más rojas. Se mantendría fuerte, pasase lo que pasase, aunque se equivocase: ya sabía que la vida le demostraba que podía fallar. Llegó el día donde se veía fuerte para decir “sé que puede valer la pena”, a pesar de tener que esperar. Ya estaba cansada de haberse preocupado en vano por nimiedades, siempre complicando lo más simple.

La vida nunca le negó nada. Sólo susurraba “espera”. Ella, tan impaciente, nunca escuchó bien. Pero ahora lo hacía. Dejaba de lado el miedo y hacía lo que deseaba. Tanto tiempo con los ojos cerrados a las cosas que no que no quería ver le había impedido abrir el corazón a lo que podía sentir. La vida le iba enseñando poco a poco quién sí, quién no y quién nunca. Había aprendido a resistir: sabía cómo empezar de cero. No tendría paz interior mientras el control de su vida estuviese fuera de ella misma.  “El mejor guerrero no es el que triunfa siempre, sino el que vuelve sin miedo a la batalla”.


Y realmente, lo más insignificante, le cambiaba la vida. Así, rápido, en un abrir y cerrar de ojos: las cosas pueden cambiar de un año a otro, de un mes a otro, incluso en un día, en una hora. Las cosas pueden cambiar en un abrir y cerrar de ojos. No lo esperaba y ocurrió por casualidad. Nada se construía para la eternidad. Se embarcaba en un viaje largo, sin planear y sin mapa. Marcharse sería difícil… Porque irse es difícil… Hasta que te marchas. Y entonces vería que no era para tanto. Que era más fácil de lo que imaginaba.  Aunque su rumbo señalase a un futuro jamás imaginado. Admitió. Aceptó. Sufrió. Superó. Olvidó. Recordó. Una carcajada escapó a la velocidad de la luz desde su garganta. Sí. Rió.