jueves, 20 de febrero de 2014

Miedo

El miedo es como la energía. Ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.

El miedo era acostarte con la cama vacía, con sábanas limpias pero con hedor a soledad, con la almohada fría. El miedo era saber que no te ibas a despertar en verano en mitad de la noche con una luna llena que deslumbraba, con las quejas de que la persiana estaba subida o la puerta abierta. El miedo era no compartir la habitación aunque se hiciesen cosas distintas, pero la compañía se palpaba. El miedo era no conducir el mismo coche volviendo a casa cantando canciones en inglés, a veces a voces u otras veces reconociendo que no sabía la letra. El miedo era no volver a repetir los cubatas de los sábados en casa (cuando apetecían) o las bebidas energéticas en exámenes o los cigarros en el salón hasta las tantas de la noche. El miedo era no tener la plenitud del brazo que te rodea mientras duermes en invierno, la mano que te acaricia el pelo o el beso en la mejilla mientras piensa que no te enteras. El miedo era despertarse con pesadillas y que te acunasen para que volvieses a cerrar los ojos con tranquilidad. El miedo era no compartir más cafés por la mañana, desayunos continentales con crêpes/gofres/tortitas/tostadas francesas, pasta a mediodía y hamburguesas por la noche. 


El miedo era no volver a repetir los planes de los viernes, en la cama viendo alguna peli o sino, entre semana, con series hasta que empezaba la Tele-Tienda o los programas del tarot aunque veces eran programas de tertulias futbolísticas. El miedo era no sentir la mano que sujetaba la frente para vomitar las ingestas abrumadoras de alcohol en fiestas y no despertar con un ibuprofeno y un gran vaso de agua para la resaca que se abalanzaba para partir el día. El miedo era no salirse al poyete de la ventana para sentarse con las piernas colgando y pensar en nada, únicamente disfrutar el momento de tranquilidad. El miedo era no abrir los ojos por la mañana y poder cruzarse en medio de la cama mientras otros estudiaban desde las seis de la mañana. El miedo era no tener que meterse a la ducha y llevar cinco minutos para que alguno tuviese que salir a cambiar la bombona de butano (todo un deporte de riesgo). El miedo era no reírse a carcajadas limpias en medio de la noche por cualquier tontería y luego caer en la cuenta de que el resto de la casa dormía. El miedo era no recibir el abrazo necesitado que curaba cualquier tipo de mal. El miedo era no volver a viajar juntos a playa, montaña u otras ciudades, sin importar el destino que fuese. 
El miedo era no repetir las noches en la piscina o las siestas de dos horas que te mantenían desvelado por la noche. El miedo era el no hacer nada, el sumirse en la rutina, el ver que se acercaba el fin. El miedo era la discusión, los enfados, gritos y recriminaciones posteriores. El miedo era no saber que luego las reconciliaciones eran lo mejor de ello.




El miedo se convertiría en una rutina abierta y perezosa donde el cerebro gritaba y el corazón callaba asintiendo bajo presión. El miedo se estancó en aquello que podría llevarte al borde del precipicio o al de la gloria. El miedo se transformó en terror al descubrir que fue en error el bajarse del árbol, saber la falta, palparla, llorarla y cubrir con mantas de invierno para no notar el frente polar que desprendía el corazón y se expandiría por el resto del cuerpo o bien estudiar arquitectura maquillaje para echar medio kilo de cemento de quita-ojeras para tapar hoyos bolsas de lágrimas. Sin embargo el mayor miedo, era saber haber fallado a quien más esperaba de ti, la única persona que no te juzgaba a pesar de saber mucho sobre ti; el irremediable dolor entre el pecho y el corazón como la daga que se clava y las sacudidas de lágrimas a medianoche, sabiendo que la palabra que te come es IMPOSIBLE.  Porque lo único que quedaba por lamentar era el haber descubierto demasiado tarde que la perfección está en lo imperfecto de las pequeñas cosas que rodeaban absolutamente todo.