martes, 29 de julio de 2014

Encuentro

La lluvia volvió a despertarla a las cinco y media de la mañana. Había olvidado cerrar los portones la noche anterior y las gotas golpeaban sobre el cristal. Se levantó y miró por la ventana: comenzaba a despuntar el alba, por lo que se vistió con ropa de deporte y salió de la habitación. Con sumo cuidado se lavó la cara, se cepilló los dientes y se hizo una coleta; no quería despertar a nadie. En la entrada cogió las zapatillas y el iPod.
Puso en marcha la música y bajó la cuesta de detrás de casa estirando un poco y en la recta, echó a correr. Ya había dejado de llover, pero había una bruma que caracteriza a las zonas con exceso de humedad. A pesar de estar en el mes de julio hacía frío y el vaho se escapaba de la boca de ella en cada bocanada de aire que expulsaba. Cuanto más se acercaba al lago, más espesa se volvía. Prefirió evitar el lago, por lo que cambió la ruta, aunque sería más larga. La calzada estaba completamente mojada y las calles vacías. En ese momento, las farolas se apagaron, así que, cesó su marcha y se sentó en el puente de piedra, con las piernas colgando hacia el río. Lux aeterna comenzaba a sonar, se quitó el auricular derecho.


-        -  Sabía que vendrías. Siempre te gustó la lluvia. – dijo una voz masculina tras ella.
Ella prefirió no girarse y mirar el agua, a pesar de que las mallas empezaban a calarse sentada sobre la piedra mojada.
-         - Y me sigue gustando... Siempre lo supiste todo, ¿verdad?
-        -  Todo, lo que se dice todo, no. Pero me he fijado en cada detalle, en cada gesto. – Se tomó treinta segundos para sacar un cigarrillo y encenderlo - Serás de las pocas personas que prefieren salir a correr cuando llueve.
-         - Simplemente me siento más libre. ¿Aún no has dejado esa guarrería?
Él, pragmático, sonrió. Sabía que ella fumaba. Evitó la pregunta sobre el tabaco.
-       -  ¿Más libre de qué? ¿Sigues atrapada?
-        -  Ya sabes que siempre me siento atrapada.
-        -  Hemos hablado ese tema cientos de veces. – Él, con dificultad, se sentó al lado de la joven, pero ella siguió sin girar la cabeza.- Si no dejas pasar las cosas, si no te perdonas, te sentirás así.
-       -   ¡Que no puedo evitarlo!  ¡Me siento culpable!
-      -  No haces nada por evitarlo. Culpable, culpable, pero sólo te enfadas, das cuatro gritos, y tu euforia es pasajera. En ese momento te sientes mejor, pero a la mañana siguiente te encuentras completamente igual que cuando empezaste.
-        -  No me gusta que me despiecen, y lo sabes.
-       -   Sabes que no te despiezo. Sabes que si te lo digo no es para hacerte ningún daño. Sé cómo eres. He pasado mucho tiempo contigo como para saberlo. Si te lo digo es porque quiero ayudarte. Sabes que quiero ayudarte.

Ella aspiró profundamente y se encogió de hombros. Con la mirada fija en alguna roca del río, preguntó:
-       -   ¿Tú cómo has aprendido… - se corrigió- es decir, cómo aprendiste a canalizarlo?
-        -  No es canalizar. – Sonrió, bajo la apariencia dura de ella, siempre con su caparazón – Hay cosas que no se pueden evitar, pero si has cometido el error, debes perdonarte. Si tú no te perdonas, nadie podrá hacerlo.
Él tiró la colilla y la pisó. Se fijó en el perfil de ella, que se había quitado el otro auricular y había parado la música. Había crecido mucho en los últimos años. Una lágrima descendió desde el ojo derecho de ella y atravesó su mejilla para caer sobre la clavícula. Con un gesto rápido, se borró el rastro.
-        -  Nadie nace aprendiendo. Si tú misma no te das la oportunidad de conocerte bien, el resto no podrá ver el diamante que hay tras tu apariencia de chica dura. – dijo él mientras ponía una mano sobre el hombro de ella. Ella cerró los ojos y otras dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.
-      -    Perdónate, cariño. Perdónate. – dijo mientras acariciaba la coleta de ella.
-      -    … Abuelo, yo… – dijo ella mientras se giraba rápidamente…

      La lluvia repiqueteaba contra los cristales. Abrió los ojos. Todas las noches olvidaba cerrar esos malditos portones. Se levantó de la cama y fue a abrir la ventana. El colgante que siempre llevaba al cuello desde hacía casi diez años pendía del pomo de la ventana. A lo mejor pasó tres minutos delante del colgante, pero quizá fueron cinco. O diez. Cuando reaccionó, estiró la mano, lo cogió y se lo colgó al cuello de nuevo. Miró el reloj: eran las seis y media de la mañana y aunque ya no llovía, chispeaba. Hoy saldría a correr un poco antes de la hora prevista.

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