martes, 22 de julio de 2014

Debilidad

Hacía tiempo que se había perdido. Que no encontraba la salida, pero seguía jugando sabiendo que eso la volvería frenética más tarde. Sin saber qué decir o qué compartir, cómo responder a sus palabras para evitar cualquier roce. Ella sabía que podía atacar, sabía sus puntos débiles: podía hacerle temblar con sólo el dedo meñique. Pero hacía tiempo que había perdido todo el interés en él. Ya no había ningún chip activo en su cabeza mientras el moría de amor por ella.

Él había dejado de creer en la magia, la magia que la convertía suya. Había dejado de creer en ella. Sabía que no pertenecía a otros brazos pero que no era feliz en los suyos. Tenía una mezcla agria entre la tristeza y su propia bilis. Sabía que jugaba consigo mismo, que había perdido la batalla contra ella y que, lamentablemente ella siempre ganaría. Ella, con su sonrisa, sus labios rojos y ese dichoso vestido negro. Y él muriendo de amor. Ya nada era importante. Ella, que siempre había adorado que él la llamase por su nombre, sin apelativos ni motes cariñosos, se desvanecía. Él oía su nombre todo el día en la cabeza mientras ella hacía oídos sordos. Ella, con su nombre diferente del resto, su voz diferente de otras mujeres, su humor extraño y sus tacones.

Y ella ya no quería dormir entre esos brazos, que la sujetaban fuerte por el miedo de él a que ella se marchase. Ella desesperaba por soltarse, la ansiedad que la carcomía todas y cada una de sus noches mientras miraba por la ventana a una luna que no la contestaba ninguna de las mil preguntas que ella tenía y que le ataban las manos a la espalda. Recordaba el momento en el que la llama se había apagado, la especie de mariposas que  revolotean en el estómago cuando te encuentras a solas en la habitación sabiendo que es imposible resistir la sensación. Pero el juego había terminado, era una forma errática de actuar si continuaba este juego infantil que la tenía expectante ante dar otro paso más en falso, con el miedo de avanzar lejos de los suyos. Y mientras, el moría de amor por ella.

Él despertó y a pesar del calor del verano, sintió frío. No vio el vestido negro sobre el butacón ni su colgante sobre la mesilla. No había una nota con carmín escrita sobre el espejo, con lo que él adoraba ver cómo se pintaba los labios con sumo cuidado. Esperaba encontrar un zapato de tacón tirado por el pasillo y así poder recuperar a su Cenicienta. Es cierto, él nunca se lo había perdonado. Porque no es malo no ser suficiente, pero desde que ella había aparecido en su vida, sabía que debía dar el 130% de él, cuando todavía no había superado el 50%. No ser suficiente no es malo… Hasta que a ella no le podía dar todo lo que pedía.

A ella, las lágrimas la acompañaron durante meses. Pensó en volver, pero recordaba que, aunque lo tendría todo, no se tendría a sí misma. Y ahora sobrevivir era la razón, todo lo demás, la esencia de las cosas, la había perdido porque no le importaba. Sobrevivir era su razón de ser, aunque sabía que eso de que “el tiempo todo lo cura” era un cuento para niños.

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