martes, 24 de noviembre de 2015

Ocasión

El tintineo de las copas de su sueño le había despertado. O eso, o la lluvia repiqueteando en sus ventanas. Eran casi las seis de la mañana pero se había dormido hacía poco. Aún sudaba del miedo o de la fiebre. Se sentó en la cama a recapitular todo. Lo insólito era los tiempos que corrían y que ella había comenzado a sentirse invadida. Portadora de un corazón  dominado, sin forma, difícil de ver y de entender, pero que en ocasiones latía. Solo a veces, porque luego le entraba miedo y se perdía, se hacía pequeño en su escritorio. Muy, muy pequeño, porque ella le obligaba. Tanto que, de golpe, ella era capaz de cobijarlo en la palma de su mano; tenía que tener sumo cuidado para no estrujarlo, por algún motivo lo cuidaba con tanto recelo. En él estaba escrita la palabra que les unía, la misma que a veces les alejaba. Y en esos momentos, el pánico se camuflaba, se acercaba con sigilo para susurrarle que al final su pequeño tesoro siempre se tambaleaba y se caía.

Parecía que se estaba manteniendo tras todas esas noches de insomnio, tras las madrugadas tejiendo ilusiones, concursando en su propia vida; así ella, serena, pintoresca, el continuo baile de máscaras. Seguía sin descifrar qué era, se sentía polilla, sabiendo que se podía quemar… Le recordaba y la imagen en su cabeza se expandía y contraía el universo de los contratiempos. Tres libros sobre la mesa, un dibujo a medio terminar y ropa acumulada en la silla… Pero solo pensaba “qué pena que mis manos no puedan atravesar la distancia para acariciar y dar esa energía que te falta”. Pensaba en él y se le antojaba imaginarle con una sonrisa al escucharle decir todo esto. Ya se habían leído los labios en diferentes idiomas y se habían bebido los cuerpos a diversas horas también. Se le escaparon dos lágrimas que parecían no querer ir a ninguna parte, solo escapar de allí. No quería palabras para mantenerse viva, quería sentirlo de verdad: con la piel, con los ojos. Ella, con su pequeño corazón que pretendía hacer creer que no había sentido amor ni por su propia sombra. La muñeca de trapo que había vuelto a coserse a sí misma un número considerable de veces, el puzle carente de piezas, la semana sin sábado, el árbol al que el invierno le arrebataba las hojas… Ella intentaba ser un libro abierto, pero sin palabras. Ella era la sonrisa de un mundo triste, la última hoja que le quedaba a aquel viejo árbol a finales de noviembre.

Se acercó hasta la ventana con el edredón y se sentó en el suelo. El aire frío de la habitación se le pegó al cuerpo como si de una chaqueta ajustada se tratase. Cogió el cuaderno que reposaba sobre el sofá y comenzó a escribir con la poca luz que empezaba a asomar.

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me auto receto tiempo, abstinencia, soledad, pero mi fuerza de voluntad no sirve contigo.
¿Puedo desaparecer una semana? No es mucho ni es poco, es bastante. En una semana se pueden reunir muchas palabras de amor pronunciadas y prenderles fuego. Supongo que pretendo calentarme con esta hoguera de amor quemado. No quiero crepúsculos de verano ni tardes de otoño, tampoco primaveras lluviosas o inviernos amargos. No quiero pretensión. Y también el silencio. Porque las mejores palabras de amor están entre las personas que no se dicen nada. Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que aprecia. (Tú sabes que tengo mis maneras de decirte que me importas cuando digo “¿vemos una peli?”, “dame un vaso de agua”, “estás insoportable”… ) Tengo una semana para reunirme y saber qué hacer. Soy comienzo en anacrusa y una cadencia rota. El problema es que ya lo sé. Que ya lo sabía, pero me negaba a verlo. Era el trozo de esperanza que ha sido golpeado por la vida pero ahora lo veo. Me veo recordando momentos y frases con la pulcritud de un cirujano, algo tan absurdo como fascinante. Necesito una semana para entender las cosas. Soy un hueco más en este mundo de locos. Aunque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón”.


Qué imbécil debía ser, ¿no? Y sin embargo, ya veis, ahí seguía escribiendo, como si pretendiese alisar las arrugas de la vida.

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