jueves, 13 de agosto de 2015

Nómada

Necesito escribir. Necesito encontrar de nuevo el placer de escribir. Y quizá entonces me haya encontrado a mí misma, otra vez. No sé en qué momento me perdí, pero sí sé que empecé a encontrarme una vez llegada a París. Durante muchos años he escrito, pero hace un tiempo me estanqué. Tiene gracia, que justo cuando empiezo a conocerme a mí misma, pierdo una cualidad. Voy en el metro, andando por la calle o sentada en una cafetería y me viene la inspiración, pero cuando llego a casa, se ha esfumado. Supongo que las ideas son como los sentimientos, que cuando tienes muchos se aturullan y se abarrotan todos juntos. Ese debe ser el caso, que no sé qué escribir porque no sé qué sentir. Ni me escondí, ni huí, ni cambié, simplemente me alejé. Me alejé de las mil y una caídas que me habían pelado una y otra vez las rodillas. Del dolor que se me había anclado entre la sexta y la séptima costilla, a veces hasta impidiéndome respirar. Puse alcohol como siempre, para que escueza, para que no me olvide de que el dolor físico sólo es momentáneo, me levanté, me sacudí las manos y aquí estoy. Aquí estoy a pesar de haber caído oníricamente y en la mismísima realidad. 
Como cuando sueñas que caes de un precipicio y el estómago se retracta. Soy un nómada que vaga sin destino.

Hace un par de meses decidí dejar de ser piedra. Fracaso estrepitoso. En algún momento de mi vida tendré que ser realista y dejar de lado el corazón con caparazón de rocas. El caso es que a veces es más fácil no sentir, que el mismo miedo a tener que aceptar que puedes sentir. Que una coraza sobre un vestido de gasa no es lo más estiloso ni lo más cómodo, pero sí es lo más seguro. Nos aferramos a un tipo de seguridad y yo tengo la mía bajo mi coraza. En algún momento de mi vida me dijeron que quien no arriesga no gana, pero a veces arriesgar significa perder y yo, a mis veinticinco años, sigo siendo una perdedora pésima. Cuando decidí levantarla, no sabía que los dedos se me iban a atrofiar al intentar abrirla. No es tan fácil. Cuando echas la vista hacia atrás, lo que te entra es pánico, y lo único que haces es abrazarla incluso con más fuerza. Me gusta mi coraza, a pesar del óxido, del peso, de las marcas de bala… Pero me hace sentir protegida. Por una parte es ridículo, he salido de mi zona de confort pero “sigo sin quitarme el chupete”, o algo semejante. He pasado muchas noches en vela puliéndola, noches en las que no he dormido absolutamente nada y de hecho aún soy incapaz de dormir una noche del tirón. He masticado la fragilidad hasta que se ha visto reflejada en mis ojos.

¿Cómo explicar al resto del mundo algo que no pueden entender? Es como cuando Galileo Galilei explicó que la Tierra no era plana sino redonda. Pues bueno, yo tengo miedo a exponerme. Un jarrón roto nunca vuelve a ser uno nuevo. Ni siquiera sé si quiero ser uno nuevo… ¿Soy un jarrón? El que no juega con fuego se muere de frío, pero también puedes salir con la mano llena de ampollas. Me he perdido entre el caos y la destrucción de uno mismo, he intentado recomponerme a base de tiritas; me he perdido sola y acompañada, en la ciudad, en la montaña y en la playa; me he perdido literalmente y a veces  no tanto. He llorado hasta la saciedad: a escondidas y en público cuando me harté de tener que hacerme la dura; he llorado con verdades y con mentiras, hasta que me han escocido las mejillas, hasta que me he quedado dormida de cansancio, hasta que me dije basta. He gritado hasta que escupí la angustia, hasta que me ha dolido la garganta, hasta que he dicho todo lo que tenía que decir. Me he autocuestionado preguntas que aún no tienen respuesta y que probablemente, no la tengan jamás. He tenido que elegir entre el resto y yo, entre mi familia y mi vida, entre miles de cosas. He tenido que crecer a pasos agigantados mientras el resto miraba los coches, las estrellas y los pájaros pasar.

Total, que yo lo que quería era escribir y las palabras van y vienen en diferentes idiomas y se estancan entre lo que quiero decir o lo que puedo decir. Espera, no, eso es  hablar. Yo hablaba de escribir. De cuando me sentaba en la playa con mi cuaderno y era capaz de hacerlo durante horas. Cuando dejaba el bolígrafo y se me agarrotaban los dedos cual pianista. Tengo las palabras y no sé cómo plasmarlas. La música suena y me evado por segundos, quizá minutos. Tengo el comienzo. ¿El comienzo de qué? De lo que no puede ser. Del peso y del miedo de una armadura de cien kilos tras caer a tus espaldas cuando te quedas a solas. No importa las veces que te puedan ver desnuda, la coraza se mantiene hasta que tú te la quieras quitar… O hasta que alguien es capaz de ver a través de ella. Yo una vez me creí Ícaro y me quemé las alas. Hasta que volvieron a crecer, me costó mucho tiempo y sacrificio. En soledad, las abrí y me enorgullecí del trabajo realizado. Hace unos días me dijeron que, por muy bella que sea tu obra, nadie va a ser capaz de apreciarla sino se muestra. Soy los relojes blandos de Dalí, soy la persistencia de la memoria, la persistencia de mi propia memoria, consciente del tiempo que se me escurre entre los dedos, soy el llanto en La Lacrimosa de Mozart, soy El Pensador de Rodin hecho idea, soy uno de los muchos puentes de esta ciudad y pese a mi 1.64 cm puedo sentirme tan grande como la mismísima Sagrada Familia de Barcelona; soy el preludio de muchas historias pero no sé si quiero ser el final de alguna.

Yo necesitaba escribir y supongo que algún día volveré a hacerlo. Con más o menos fuerza, pero podré hacerlo cuando las palabras me encuentren y yo haya dejado de buscarlas. Lo que necesito es dejar de engrasarme las manos cuando decido que voy a quitarme la coraza. Es el miedo anticipado. Es como cuando sabes que la plancha está caliente pero la tocas rápido para asegurarte, o cuando pasas el dedo cerca de la llama de la vela. Es absurdo pero es un acto reflejo. Yo me digo que voy a quitármela, pero me lavo las manos con aceite y cuando quiero abrir la primera banda de sujeción, soy incapaz. Resbala. Es un autoengaño: “ay, quiero quitarla, pero no he podido…” Es una manera cobarde de actuar. No soy tan valiente como el resto del mundo piensa. He tenido miedo. He tenido miedo hasta sentarme en un rincón, abrazándome las piernas y deseando que acabase todo.  He tenido miedo de creer, de levantarme (a pesar de saber que el suelo no podía ofrecerme nada más), he tenido miedo de dormir y de despertarme. He querido desistir y preguntar qué es lo que se espera de mí. 

Me he sentido atada de pies y manos, y no ha sido siempre ni deseado ni agradable. He peleado y luchado por cada una de las cosas que he querido y las he conseguido, porque he tenido fuerza de voluntad. He reído hasta que me ha dolido la tripa, hasta llorar y viceversa. He bailado hasta que me han dolido los pies y he querido tirar los tacones al Sena. He asaltado barcos en noches de alcohol y he contado historias que me han perseguido en pesadillas. Me han dado Kleenex y yo he tenido que dar otros muchos. Pero yo también he hecho daño, también he hecho llorar, también he hecho gritar, he hecho desesperar. Me he equivocado y se han equivocado, como todos en esta vida, supongo.


Algún día voy a escribirlo. Tengo que confiar. Escribiré sobre el ruido que hizo al caer y contaré cuántas marcas de casquetes de bala quedaron en ella. Pero a pesar del óxido, aún quedan atisbos de brillo y mi desnudez sin ella es más incómoda que la desnudez real. 
Yo quería escribir… Y no sé si lo he terminado haciendo…

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