sábado, 9 de mayo de 2015

Midiendo milímetros

Tú y yo no teníamos que conocernos. Por eso al principio, quizá no vi las señales de un domingo de resaca y una tarjeta de crédito perdida. Pero a la tercera va la vencida. Y nos conocimos. Te seré sincera: el físico tenía un sí del que no me quería convencer. Pero me resultó gracioso que hicieses bromas acerca de mi voz (obra de una bonita resaca de domingo…) Seguí hablando contigo, cosa que era difícil, porque casi hay que pedir la vez para tener el turno de palabra… Le Marais, Bastille y bajando por los jardines de Trocadéro me contaste la leyenda de porqué la Tour Eiffel tiene forma de A. Según tú, porque la musa de Gustave Eiffel se llamaba Anaïs y porque además era símbolo del Amor que le profesaba. Tú y yo no teníamos que conocernos. Cuando te corté con mi frase y el  “no doy besos en las primeras citas”, intenté escabullirme. Es cierto que estudio mucho a las personas y que realmente con una hora me basta y me sobra. Y contigo debe ser que lo sabía. Desde que llegué a París no sé con cuántos hombres me he visto. Si no me interesan es tan fácil como suprimirles de Tinder y, a unas malas, si has proporcionado el número de teléfono, bloquearles. Ya llevaba a varios bloqueados cuando te conocí. Pero tú te limitaste a sonreír tras mi brusca intervención, cogerme del brazo y pasearnos por los Champs de Mars.  Y seguíamos hablando. La última copa al lado de Arc de Triomphe creo que me dijo algo así como “es la cita más larga de tu vida”: llevaba todo el día contigo. Y no estaba mal, ni mucho menos, pero me sentí peligrar.

Tú y yo no teníamos que conocernos. Esa noche llegué tarde a casa de V y además ella tenía que madrugar para ir a las clases, lo que implicaba que no estaba de humor, pero aun así me preguntó que qué tal había ido. “No. No me gusta”, fue mi escueta respuesta. “Pues para no gustarte, te has tirado todo el día fuera con él, ¿qué habéis hecho?”. V tenía razón. Pero tuvo más cuando me dijo “te gustará”. Yo hice caso omiso, te contesté al mensaje y me dormí. Las próximas veces evitaría quedar contigo bajo todo pretexto. Pero no te bloqueaba (porque ya teníamos el número), mientras tú habías eliminado tu cuenta de Tinder . Pero te daba largas. Las máximas posibles, porque esperaba que desistieras. Había veces hasta en las que me molestaba que me escribieses y ponía los ojos en blanco. “¿Otra vez? ¿Por qué no te cansas?” Y para colmo, terminé dándote mi Facebook. Regla nº 2: “nunca proporciones información personal puesto que nunca sabes cuándo podrán utilizarla en tu contra”. Bravo. ¿Por qué no te habría bloqueado antes?

Tú y yo no teníamos que conocernos, pero hubo una segunda vez. Cuando me llevaste a ese bar inspirado en los años 20 del que quedé enamorada. Y aquella noche sí nos besamos, no sé exactamente en qué puente, pero Notre-Dame nos quedaba al lado. Me subí al taxi y quise desaparecer mientras miraba por la ventanilla las calles del París iluminado que atravesaba. Llegué a casa de V (quien me había dejado las llaves) y te contesté al mensaje, pero me dije que tenía que cortar este juego. “Pondré fin a esto”. Y seguía recibiendo mensajes que, aunque me quejaba, en cierto modo, me gustaba. De verdad. Y era precisamente porque lo veía venir. Y volvimos a quedar, esta vez, con vinos de por medio. Y claro, toda despedida termina con un beso. Pero la cuarta fue en el hospital. Si vas a visitar a alguien a un sitio así, al menos es porque hay un mínimo de interés, ¿no? Me maldije a mí, a ti, a Tinder, a París y a sus bonitos días soleados. Sobre todo porque tú y yo no teníamos que conocernos. Y me dijiste que te negabas a que me fuera de vacaciones sin que nos viésemos y comimos juntos en Maisons-Laffitte. Y quise odiarme, pero lo hice en vacaciones cuando me sorprendía pensando en ti. O enviándote fotos. Que cuanto más luchas y más te quieres encerrar en tu caparazón, hay gente que va intentando con cuchara que te lo quites. Es fácil: yo soy feliz con mi coraza. Me gusta. No tengo que dar explicaciones, adoro mi libertad, aprecio mi tiempo y bajo ella, nada ni nadie puede dañarme. Por eso no me gusta hablar de mí, porque cuanto más sabe la gente, más facilidades adquieren para dañarte. El ser humano no es tan bueno, como tú me dijiste. “Es que lo ves todo negro y con esas informaciones que publicas en Facebook lo único que vas a conseguir es un suicidio colectivo”. El ser humano nace bueno, pero no todos lo son. Y dañan.

Y tú y yo no teníamos que conocernos porque bajo mi caparazón de tortuga estoy satisfecha. Porque si me lo quito voy a quedar expuesta otra vez a todas esas maripositas de mierda que terminan acercándose al arco iris y la verdad es que suena bonito, pero los corazones cuando se resquebrajan no. Que no hay que tener miedo, que por haber suspendido en junio no hay por qué temer a septiembre. El problema es cuando has suspendido seis veces (en febrero, en junio) y pides convocatorias extraordinarias a mansalva. Y claro, pues ya te fías menos. Que si fueses menos inteligente, quizá esto no habría pasado. Que yo lo que quería era conocer a alguien y pasar el rato, no era tan difícil, joder. Que si yo fuese más fácil de entender y tú no fueses tan bromista, atento y diferente al resto, pues todo sería mejor. Mejor, porque me da miedo. No, no es miedo. Es pánico a tener que vaciarme otra vez, contar mi vida, que la entiendan sin juzgarme y además que se queden a ver el resto de la película, con palomitas o sin ellas.

Tú y yo no teníamos que conocernos y aquí estamos. Tú de aquí y allá y yo de allí viviendo aquí. Tengo miles de preguntas y la mitad de ellas comienzan con “¿y si…?” Que como te dije, desde el primer momento me inspiraste una confianza que no era normal. Y eso era lo que intentaba descifrar. Pues dimito. No puedo hacerlo. Verás, no soy tan valiente como parezco, porque sino, tendría un escudo y una espada, no una coraza. No soy princesa ni quiero que me salven. Yo no nací para ese tipo de cuentos aunque a todas nos guste escucharlos. El problema es que también debo confiar… Y no es lo mío, ¿sabes? Quiero decir que, a pesar de ser una persona a la que le gusten las aventuras y el riesgo, cuando se trata de arriesgar mi corazón, retrocedo. Y no tres escalones, sino que bajo toda la escalera de un salto. Quien no arriesga no gana y es cierto que la zona de confort no es lo mío.
Tú y yo no teníamos que conocernos… Pero aquí estoy, recapitulando hechos. Sí, sí te iba a echar de menos cuando me preguntaste en tu coche; pero a pesar de que hable y me enrolle cual persiana, es cierto que a veces voy de dura. Es mucho más fácil adoptar ese papel que tener que interpretar el mío propio. En tu casa me dijiste, cuando te conté una pequeña (y resumida) parte de mi vida, que en cierto modo comprendías por qué reaccionaba así con los hombres y por qué os someto al análisis que hago. Y te dije que, bueno, no es la vida de ensueño, pero es la mía y la que me ha tocado vivir. Es cierto que mido todo al milímetro y quizá por eso, bajo la influencia de unas copas de alcohol sale mi verdadero yo, más atrevida y despreocupada. Porque la vida no está hecha para ir midiéndola. Sino para disfrutarla.


Tú y yo no teníamos que conocernos pero, por casualidades de la vida, lo hicimos. Y quise evitarlo pero no pude. Sí, creo en el destino, así que a lo mejor no debería hablar de casualidad. También creo en el karma. Y creo que ya no necesito más tiempo para pensar a pesar de que la vuelta no está cerca.
A lo mejor estaba escrito.
Quizá sí debíamos conocernos

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