Cerré el puño hasta que me clavé las uñas en las palmas de las manos y
el dolor me hizo reaccionar. "Nunca más, nunca más, nunca más", me
dije. Las lágrimas iban resbalando por las mejillas. La palma de la mano me
dolía, pero el dolor interior era superior a cualquier daño o golpe físico. Me
tumbé en la cama, me arropé sólo con la sábana y cerré los ojos.
Recordé una época en la que me creía capaz de todo, un tiempo en el que
era la chica más positiva del mundo, a la que nada ni nadie podía vencer.
Inocente de mí. Te diste el golpe contra la piedra más grande... Las lágrimas
siguieron cayendo una tras otra sobre la funda de la almohada, ya húmeda. Y me
dormí.
Soñé con una playa interminable por la que andaba incansable. Soñé con
el viento que me acariciaba y me mesaba el pelo. Soñé con las risas y su eco.
Soñé con los buenos momentos. Soñé con las mañanas de verano sentada en la
terraza con un buen té, piña y tostadas con mermelada de castañas, en compañía
de la familia y el buen tiempo. Soñé con bailar en tacones hasta las tantas de
la madrugada y el placer que te da quitártelos cuando te duelen los pies. Soñé
con los arcoiris que surcan el cielo del pueblo las tardes de lluvia y sol.
Soñé con el sol sobre Montjuïc y la lluvia santanderina que te cala hasta los
huesos. Soñé con los inviernos sentada entre las piernas de mi abuelo, él
sentado en el sofá con sus gafas de leer mientras fumaba en pipa, cómo recuerdo
ese olor. Soñé con los veranos en Cabo Roig todos juntos y las tardes de dominó
y cartas. Soñé caminar por una vacía Gran Vía.
Desperté, con el puño apretado, agarrando la sábana. Había soñado con
las luces de Navidad, a la que odio a más no poder. Sí, supongo que después de
todo, la Navidad es una gran causante de mi malestar general. Pero desde hace
trece años. Aunque marzo tampoco se queda corto.
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