Ese momento en el que me clavo las uñas y aprieto los
dientes cuando la gente te escribe para decirte “Oye qué bien vives, ¿no? Que estás en Francia!”, sin darse cuenta de
que, seguramente, mi esfuerzo es mayor que el suyo. Que esas personas no tienen
que estar comiéndose la cabeza las 30 horas del día por cómo
puedes organizar siete palabras en tu cabeza que realmente están mal dichas pero a ti te
suenan bien en tu cabeza; que, en una parte estás en familia, pero no tienes
todo lo que hace un mes tenías. Las fotos que podáis ver en Facebook o
Instagram sé que pintan genial, soy consciente de ello. Me gustaría que todos
aquellos que juzgan viesen de verdad contra lo que lucho: un país al que me he
venido sin saber decir tres palabras correctas y que la primera semana me fui con
dos ovarios a hacer la compra sabiendo que en este pueblito nadie habla
inglés o español: “Me entenderán. O me
entienden o me hago entender. Has estudiado Periodismo, hablas mucho y de lo
que sea, así que es tu momento”. Luego mi primo y mi tío me hicieron la ola
diciendo que había sido valiente de ir yo sola, que ellos seguramente en otro
país, no lo habrían hecho. Mi miedo no es decir las cosas mal, no tengo ningún
reparo en que me corrijan, si estoy aquí es para aprender y todo proceso de
aprendizaje necesita muchas correcciones. Pero la gente ve que viajo, que es lo
que llevo haciendo realmente media vida, pero no ven otra parte de mí. No
importa el lugar de dónde vengas, la ciudad que visites o la gente que
conozcas, sino lo lejos que estás de casa, de tu familia y el confort de la
misma, la distancia espacio-tiempo, que es un brecha fina y frágil, pero ¿qué
sientes por dentro?
Eso la gente es incapaz de verlo, no queda reflejado en
ningún tipo de red social. No saben si hoy te has despertado dando botes de
alegría o si te has pasado media noche llorando. Es como cuando teníamos
diecisiete años y decíamos eso de “Es que
tienes el Tuenti lleno de fotos estando de fiesta!” y todos respondíamos
con el típico “Ah, ¿que tú te sacas fotos
estudiando?”… Por lo tanto, juzgan. Juzgan sin saber, pensando que
actualmente mi estado pecuniario va sobre ruedas como si me sobrase la pasta,
vamos y que sólo me dedico a viajar
porque puedo. Y nada más lejos de la realidad.
A día de hoy, cuando se cumplen exactamente tres semanas
desde que llegué a Francia, creo que es importante experimentar este tipo de
sensaciones. Es igual que una montaña rusa. Cuando has comprado los billetes de
tren o de avión es como cuando te pones a la cola de la mejor atracción del
mundo. Cuando subes al avión notas la adrenalina correr: sabes que es algo
nuevo, compáralo a cuando te abrochas el arnés de la montaña rusa. Y luego está
la subida… Sabes que puede fallar, el miedo a lo ilógico, lo paranormal, la
tristeza y el miedo… Y entonces caes y experimentas al mismo tiempo la
excitación y el disfrute. También puedes compáralo a los momentos de soledad y
los estallidos de carcajadas cuando viajas. Es el ying y el yang. Lo malo y lo
bueno.
Lo bueno de viajar sola es que es fácil conocer gente, pero es más
difícil en pueblos pequeños que en la ciudad. Pero si no tienes nadie con quien
hablar tienes dos opciones: o eres extrovertida como yo o terminarás
hablando contigo misma como yo también, para no perder el español. Puedes ir o dejar de ir a donde tú quieras,
siempre y cuando el coche te lo permita. Yo aquí o tengo coche o no hago nada.
Pero claro, si vas con tu grupo de amigos y ellos quieren ir al Museo de las
Margaritas y tú tienes alergia al polen, esos problemas, sola, no existen. La comida: el mejor de los factores.
Odio viajar con gente a la que no le gusta nada de comer (sí, tengo una
facilidad asombrosa para dar con gente únicamente carnívora). Por tanto,
comerás lo que quieras, cuando quieras y como quieras. Capacidad de absorción: si no tienes
mucha gente con la que hablar, prestas más atención a todo lo que te rodea y
eres consciente de que reparas en detalles que, si fueses acompañado, no te
fijarías. Los cambios de
personalidad: viajar ayuda a madurar. Mamá no está para hacerte
la comida ni plancharte, ni doblarte la ropita y meterla en los cajones. Te
toca a ti resolver, administrar tus recursos y arreglártelas por tu cuenta.
Hacerte la loca: cuando nadie te conoce no tienes que preocuparte por nada.
Puedes vestirte como quieras, bailar extraño, olvidar la dieta… Total, no me
conocen.
Lo malo es que, al viajar sola, los gastos no se comparten: mala
suerte, menos mal que di un año de economía en la carrera y me va ayudar mucho
(nótese la ironía). Esos
momentos de forever alone:
cuando vas con treinta bolsas y quieres pasar al baño y no tienes quien te las
sujete, o tener que preguntar en veinte idiomas que alguien por favor te saque
una foto, o alguien que cuide de ti (yo que soy una paranoica y hay veces que
me imagino lo peor, es lo que tiene estudiar Periodismo, y voilà, no hay nadie que responda a tus “me encuentro fatal, y si me desmayo aquí en
medio, ¿quién me ayuda?”.
Total, que si vais a decir algo cuando no habéis
experimentado NADA de esto, podéis atragantaros con vuestras críticas constructivas
o no hacia mi persona. La mayoría de vosotros ni siquiera sabéis el
propósito de mi viaje. ¡Shhhh…!
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