La lluvia volvió a despertarla a las cinco y media de la
mañana. Había olvidado cerrar los portones la noche anterior y las gotas golpeaban
sobre el cristal. Se levantó y miró por la ventana: comenzaba a despuntar el
alba, por lo que se vistió con ropa de deporte y salió de la habitación. Con sumo
cuidado se lavó la cara, se cepilló los dientes y se hizo una coleta; no quería
despertar a nadie. En la entrada cogió las zapatillas y el iPod.
Puso en marcha la música y bajó la cuesta de detrás de casa
estirando un poco y en la recta, echó a correr. Ya había dejado de llover, pero
había una bruma que caracteriza a las zonas con exceso de humedad. A pesar de
estar en el mes de julio hacía frío y el vaho se escapaba de la boca de ella en
cada bocanada de aire que expulsaba. Cuanto más se acercaba al lago, más espesa
se volvía. Prefirió evitar el lago, por lo que cambió la ruta, aunque sería más
larga. La calzada estaba completamente mojada y las calles vacías. En ese
momento, las farolas se apagaron, así que, cesó su marcha y se sentó en el
puente de piedra, con las piernas colgando hacia el río. Lux aeterna comenzaba a sonar, se quitó el auricular derecho.
- - Sabía que vendrías. Siempre te gustó la lluvia. –
dijo una voz masculina tras ella.
Ella prefirió no girarse y mirar el agua, a pesar de que las
mallas empezaban a calarse sentada sobre la piedra mojada.
- - Y me sigue gustando... Siempre lo supiste todo,
¿verdad?
- - Todo, lo que se dice todo, no. Pero me he fijado
en cada detalle, en cada gesto. – Se tomó treinta segundos para sacar un
cigarrillo y encenderlo - Serás de las pocas personas que prefieren salir a
correr cuando llueve.
- - Simplemente me siento más libre. ¿Aún no has
dejado esa guarrería?
Él, pragmático, sonrió. Sabía que ella fumaba. Evitó la pregunta
sobre el tabaco.
- - ¿Más libre de qué? ¿Sigues atrapada?
- - Hemos hablado ese tema cientos de veces. – Él,
con dificultad, se sentó al lado de la joven, pero ella siguió sin girar la
cabeza.- Si no dejas pasar las cosas, si no te perdonas, te sentirás así.
- - ¡Que no puedo evitarlo! ¡Me siento
culpable!
- - No haces nada por evitarlo. Culpable, culpable,
pero sólo te enfadas, das cuatro gritos, y tu euforia es pasajera. En ese momento
te sientes mejor, pero a la mañana siguiente te encuentras completamente igual
que cuando empezaste.
- - No me gusta que me despiecen, y lo sabes.
- - Sabes que no te despiezo. Sabes que si te lo
digo no es para hacerte ningún daño. Sé cómo eres. He pasado mucho tiempo
contigo como para saberlo. Si te lo digo es porque quiero ayudarte. Sabes que
quiero ayudarte.
Ella aspiró profundamente y se encogió de hombros. Con la
mirada fija en alguna roca del río, preguntó:
- - ¿Tú cómo has aprendido… - se corrigió- es decir,
cómo aprendiste a canalizarlo?
- - No es canalizar. – Sonrió, bajo la apariencia
dura de ella, siempre con su caparazón – Hay cosas que no se pueden evitar, pero
si has cometido el error, debes perdonarte. Si tú no te perdonas, nadie podrá
hacerlo.
Él tiró la colilla y la pisó. Se fijó en el perfil de ella,
que se había quitado el otro auricular y había parado la música. Había crecido
mucho en los últimos años. Una lágrima descendió desde el ojo derecho de ella y
atravesó su mejilla para caer sobre la clavícula. Con un gesto rápido, se borró
el rastro.
- - Nadie nace aprendiendo. Si tú misma no te das la
oportunidad de conocerte bien, el resto no podrá ver el diamante que hay tras
tu apariencia de chica dura. – dijo él mientras ponía una mano sobre el hombro
de ella. Ella cerró los ojos y otras dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.
- - Perdónate, cariño. Perdónate. – dijo mientras
acariciaba la coleta de ella.
- - … Abuelo, yo… – dijo ella mientras se giraba
rápidamente…
La lluvia repiqueteaba contra los cristales. Abrió los
ojos. Todas las noches olvidaba cerrar esos malditos portones. Se levantó de la
cama y fue a abrir la ventana. El colgante que siempre llevaba al cuello desde
hacía casi diez años pendía del pomo de la ventana. A lo mejor pasó tres
minutos delante del colgante, pero quizá fueron cinco. O diez. Cuando
reaccionó, estiró la mano, lo cogió y se lo colgó al cuello de nuevo. Miró el
reloj: eran las seis y media de la mañana y aunque ya no llovía, chispeaba. Hoy
saldría a correr un poco antes de la hora prevista.