Lo que nadie te dice cuando viajas y vives
fuera es la lista de las miles de cosas que vas a echar de menos. Al principio
todo el mundo estará contento, se alegrarán por ti e incluso, cuando llegue el
momento del adiós, llorarán porque te vas. Pero vuestras vidas dejarán de ser
compatibles, vas a perderte los cumpleaños, las comidas familiares, las
quedadas con los amigos. Tu vida va a estar completamente aparte. Vas a sentir
pena y… vas a llorar. Mucho. Pero nadie te dice eso. Nadie te dice la de kleenex que vas a gastar echando de
menos a tu gente. Quinientos papelitos rodando por la sala. Porque para ellos sólo se ha ido una persona, mientras para
ti se han ido todos nadie te va a decir la manera en la que la gente va a
reaccionar cuando vean que con tu salario no puedes permitirte bajar en todas
las vacaciones/puentes posibles. Ellos no van a estar para celebrar tus logros
y tampoco van a estar para secar tus lágrimas. Así que, en tu nueva vida
aprendes y comienzas a hacer tu “pequeña nueva familia”. Lo que te ha llevado
años contar a amigos en tus zonas de confort, en tu nueva morada quizá te lleve un par de meses.
Vas a hacerte fuerte por necesidad y te harás
roca si ya eras o creías que eras fuerte. Vivir lejos te curte, como las manos
en el anuncio de Neutrogena. Vas a
aprender la diferencia entre “problemas” y PROBLEMAS: te deshaces de muchas
cosas y de muchas personas que no te aportan absolutamente nada. Pero entre
otros, vas a conocer a personas increíbles y descubrirás que ni eras tan “rara”
o “diferente” o “borde” como tú creías o el resto del mundo te había hecho ver.
Personas con gustos iguales o no, pero con las mismas ganas de vivir, disfrutar
y descubrir que tú.
Y tienes que cortar raíces: en un principio,
me sentía frustrada porque veía que ya había dejado de “formar parte” de mi
vida anterior. A base de muchas charlas, cafés y lágrimas reconocí que no podía
estar viviendo en dos partes: o bien vivía en Madrid o en París, pero no seguir atormentándome con lo que
pasaba allí y empezar a verlo de manera objetiva, cual mero espectador.
Obviamente, elegí París: mi vida actual, nuevos amigos que, aunque no son los
que he tenido hasta que he llegado a aquí, compartimos la experiencia de ser
extranjeros (seguramente algo que muchos de mis amigos no comprenden) y se han
hecho un hueco enorme en mi corazón; mi trabajo, mi pareja con la que paso cada
día… Esto es lo que elegí.
París es una ciudad dura: de entrada, esto no
es el sur de Francia, la gente va a ser muchas veces crítica con tu acento,
mientras otros te dirán que lo adoran; si el año tiene doce meses, ten por
seguro que once de ellos va a llover y
que diez vas a ir abrigado; el efecto sol juega un papel importante,
sobre todo en los españoles, cuando en invierno puedes estar fácilmente tres
semanas sin ver un mini rayo de sol; la gente es mucho más fría, pero es cierto
que luego cuando te acogen, no van de falsete.
A veces vas a flaquear: me gustaría
encontrarme con mi yo de catorce años y decirle que en doce años no va a vivir
en Estados Unidos como esperaba, sino en Francia y que, a pesar de no haber
estudiado francés, no se te da tan mal… Pero que no te vas a comer el mundo, es
más, bonita, el mundo te va a comer a ti. Vas a arrepentirte de no haber pasado
más tiempo con tu familia, disfrutando de un café en la terraza, vas a echar de
menos los gritos de tus hermanos los domingos por la mañana temprano tras un
sábado de fiesta, las comidas en familia los domingos y las quedadas con las
chicas. Los cigarros en el jardín en verano y en invierno en el porche “venga
el último y a sobar”.
Tengo 26 años y supongo que aún me sigue
quedando mucho por aprender, pero de momento quiero disfrutar de esta vida. No
seré joven eternamente.
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