Supuse que sería una simple llamada más. No un cambio
sustancial en mi vida.
Nos aferramos a personas, a sentimientos, a un tipo de
felicidad contagiosa que luego, por mucho que busquemos, no encontramos. Y ese
es el primer síntoma.
El síntoma de las horas que pasan mientras esperas en un sillón
a que llegue de trabajar, a que se siente en su sofá (primero verde y luego
granate) con los refuerzos en madera y una manta por encima. El síntoma de
cenar en el salón con tu bandeja y esa jarra de plástico con agua y llena de
hielos, siempre, aunque fuese pleno invierno y ver algún programa en la
televisión con vosotros y Simba a tus pies. El síntoma de bajar a los frutos
secos y tu “Nena, una barrita de Candeal y el secreto”, cuando el secreto era
un paquete de tabaco L&M Light, que recordaré siempre… “De algo me tendré
que morir”, y lo que me enfadaba que dijeses eso, mientras a escondidas yo rompía cigarros y tiraba paquetes, para
ahora de mayor, haber terminado fumando. El síntoma de ser capaz de tener a
siete nietos sentados en el suelo mientras tú contabas historias, qué más daba
si eran las mismas, ¡si éramos nosotros quienes te las pedíamos! El síntoma de
buscar el mando, porque poníais Cine de Barrio, os dormíais y cómo me iba
acercando sigilosamente a por el mando: lo cogía, cambiaba (Antena 3, Godzilla)
y despertabas, me mirabas y te decía “Jolín abuelo… Que quiero ver Godzilla” y
tú que me decías “Nena, ¿pero tú has visto lo guapa que sale Sara Montiel?” y
claro, yo me tragaba La Violetera y vosotros dormíais la siesta. El síntoma de
echar de menos tu sonrisa, o cómo me llamabas “mi Heidi”, mi 7 colgado al
cuello eternamente. El síntoma de ir cantando en el coche Mireille Matthieu, o cuando me dijiste que Julio Iglesias era
hermano de la abuela, o versionar canciones de La Oreja de Van Gogh… “La playa”…
Siempre será tú canción.
Ya han pasado siete años… Y, lo cierto es que los primeros
sí que fueron los que yo determiné como “síntoma 1”. El síntoma de la ausencia.
El creer que volverías, y el impaciente esperar para ver las 19.30 en el reloj de
madera y pensar que llegarías a casa… Pero tardarías un poco más… Y un poco más…
Y entre tardar más y esperar y repetírmelo una hora, venía el “síntoma 2”, el
síntoma de la congoja. Y las lágrimas. Lágrimas que corrían por las mejillas
sin poderlo controlar. Y ahí fue cuando llegó mi peor síntoma: el “síntoma 3”.
Síntoma 3 era una mezcla de enfado, rabia y egoísmo. Síntoma 3 era mi propio
veneno enfrascado. Síntoma 3 se manifestaba con el enfado de que me habías
prometido que volvías en el aeropuerto, la rabia interna de ver que no fue así
y el egoísmo de “me has dejado sola”.
Esos fueron los principales síntomas del primer año. A
posteriori, me dijeron que era algo completamente normal, las etapas por las
que pasamos cuando perdemos a un ser querido. Pero me seguía acostando todas
las noches, pensando aunque fuesen unos minutos en ti (aún lo sigo haciendo) y
en nuestros momentos juntos. Luego vinieron los síntomas en los que recuerdas
cosas, pero el peor síntoma vino con la aceptación. La dura aceptación. El intentar
psicoanalizarme y ver el hueco que habías dejado en mí (y en cada uno de
nosotros), como si hubiese pasado un huracán por casa y dejase todo patas
arriba. Las veces que me hervía la sangre, la rabia acumulada, las ganas de
gritar, patalear y tirarme de los pelos, desaparecer del mundo y era entonces
cuando con el arco tensado que mantenía en el alma… Soltaba la flecha del “DÉJAME
EN PAZ, DÉJAME POR FIN DORMIR UNA NOCHE SIN TENER QUE MOJAR DE LÁGRIMAS LA
ALMOHADA, ME ARDAN LOS OJOS Y ME LATAN LAS SIENES, DÉJAME QUE ME VAYA LEJOS,
MUY MUY LEJOS DEL MUNDO SI FUERA POSIBLE!”. Y entonces despertabas otra vez, en
la misma cama en la que tantas veces te habías despertado y acostado, con la
almohada húmeda y jaqueca. Y es entonces cuando aprendí que no debía mostrar mi
desesperación ni mis heridas abiertas.
El síntoma de no tener el valor suficiente para muchas
cosas, mientras otros piensan lo fuerte que eres, sin saber o sin olvidar que
tú también eres persona. Que también respiras y tienes sentimientos. La de
veces que me he tumbado en la cama pensando “Me estás poniendo a prueba, ¿verdad?” sin obtener respuesta alguna, obviamente. Tenía aún tantas cosas por aprender de ti y a veces me
pregunto si me manifiesto en alguna, de si estarás orgulloso de mi, que siete
años para aparecerte en un sueño son muchos años, ¿sabes? Pero estabas ahí y
parecías tan real, te podía abrazar, te podía tocar y de algún modo lo sentía
como si fuese de verdad. Pero con el último síntoma manifestado (pena) tengo el síntoma de alegría, bienestar, cariño sepulcral y un orgullo que no me cabe en el pecho: no ha habido mejor persona que tú, ni en esta vida ni en otra; la alegría de haber compartido mi vida contigo, bienestar de haberla disfrutado, cariño incondicional de nieta que te ha adorado y orgullo de haberte tenido como ABUELO. Siento que tengo tantas cosas que decirte y no sé por
dónde empezar, pero me gustaría que me pidieses el beso de siempre, de esos
fuertes que te daba en la mejilla y me decías “¡Más fuerte!” y apretaba más para luego, cuando parase, me
bizcases los ojos e hicieses que te había desencajado la mandíbula.
Realmente, todo sería distinto si aún siguieses aquí, si no
hubieses hecho esa promesa en el aeropuerto, sin tener que hacerme a la idea de
no verte a no ser que sea en papel… El tiempo pasa pero sigo guardando frases… “Por dentro estarás rota, pero ante nada lo
notan”.
Gracias por 16 años inigualables. Ahora me toca seguir el
camino, aunque cuando flaqueo, me permito sentarme, imaginariamente, en tus
rodillas.
Abuelo, abuelo… Hace mucho que no me cuentas un cuento. Te quiero.