Necesito escribir. Necesito encontrar de nuevo el placer de
escribir. Y quizá entonces me haya encontrado a mí misma, otra vez. No sé en
qué momento me perdí, pero sí sé que empecé a encontrarme una vez llegada a
París. Durante muchos años he escrito, pero hace un tiempo me estanqué. Tiene
gracia, que justo cuando empiezo a conocerme a mí misma, pierdo una cualidad. Voy
en el metro, andando por la calle o sentada en una cafetería y me viene la
inspiración, pero cuando llego a casa, se ha esfumado. Supongo que las ideas son como los sentimientos, que cuando tienes
muchos se aturullan y se abarrotan todos juntos. Ese debe ser el caso, que no
sé qué escribir porque no sé qué sentir. Ni me escondí, ni huí, ni cambié, simplemente
me alejé. Me alejé de las mil y una caídas que me habían pelado una y otra vez
las rodillas. Del dolor que se me había anclado entre la sexta y la séptima
costilla, a veces hasta impidiéndome respirar. Puse alcohol como siempre, para
que escueza, para que no me olvide de que el dolor físico sólo es momentáneo,
me levanté, me sacudí las manos y aquí estoy. Aquí estoy a pesar de haber caído
oníricamente y en la mismísima realidad.
Como cuando sueñas que caes de un
precipicio y el estómago se retracta. Soy un nómada que vaga sin destino.
Hace un par de meses decidí dejar de ser piedra. Fracaso
estrepitoso. En algún momento de mi vida tendré que ser realista y dejar de
lado el corazón con caparazón de rocas.
El caso es que a veces es más fácil no sentir, que el mismo miedo a tener que aceptar que puedes sentir. Que una
coraza sobre un vestido de gasa no es lo más estiloso ni lo más cómodo, pero sí
es lo más seguro. Nos aferramos a un tipo de seguridad y yo tengo la mía bajo
mi coraza. En algún momento de mi vida me dijeron que quien no arriesga no
gana, pero a veces arriesgar significa perder y yo, a mis veinticinco años, sigo
siendo una perdedora pésima. Cuando decidí levantarla, no sabía que los dedos
se me iban a atrofiar al intentar abrirla. No es tan fácil. Cuando echas la
vista hacia atrás, lo que te entra es pánico, y lo único que haces es abrazarla
incluso con más fuerza. Me gusta mi coraza, a pesar del óxido, del peso, de las
marcas de bala… Pero me hace sentir protegida. Por una parte es ridículo, he
salido de mi zona de confort pero “sigo sin quitarme el chupete”, o algo
semejante. He pasado muchas noches en vela puliéndola, noches en las que no he
dormido absolutamente nada y de hecho aún soy incapaz de dormir una noche del
tirón. He masticado la fragilidad hasta que se ha visto reflejada en mis ojos.
¿Cómo explicar al resto del mundo algo que no pueden
entender? Es como cuando Galileo Galilei explicó que la Tierra no era plana
sino redonda. Pues bueno, yo tengo miedo a exponerme. Un jarrón roto nunca
vuelve a ser uno nuevo. Ni siquiera sé si quiero ser uno nuevo… ¿Soy un jarrón?
El que no juega con fuego se muere de
frío, pero también puedes salir con la mano llena de ampollas. Me he
perdido entre el caos y la destrucción de uno mismo, he intentado recomponerme
a base de tiritas; me he perdido sola y acompañada, en la ciudad, en la montaña
y en la playa; me he perdido literalmente y a veces no tanto. He llorado hasta la saciedad: a
escondidas y en público cuando me harté de tener que hacerme la dura; he
llorado con verdades y con mentiras, hasta que me han escocido las mejillas,
hasta que me he quedado dormida de cansancio, hasta que me dije basta. He
gritado hasta que escupí la angustia, hasta que me ha dolido la garganta, hasta
que he dicho todo lo que tenía que decir. Me he autocuestionado preguntas que
aún no tienen respuesta y que probablemente, no la tengan jamás. He tenido que
elegir entre el resto y yo, entre mi familia y mi vida, entre miles de cosas.
He tenido que crecer a pasos agigantados mientras el resto miraba los coches,
las estrellas y los pájaros pasar.
Total, que yo lo que quería era escribir y las palabras van
y vienen en diferentes idiomas y se estancan entre lo que quiero decir o lo que
puedo decir. Espera, no, eso es hablar.
Yo hablaba de escribir. De cuando me sentaba en la playa con mi cuaderno y era
capaz de hacerlo durante horas. Cuando dejaba el bolígrafo y se me agarrotaban
los dedos cual pianista. Tengo las palabras y no sé cómo plasmarlas. La música
suena y me evado por segundos, quizá minutos. Tengo el comienzo. ¿El comienzo
de qué? De lo que no puede ser. Del peso y del miedo de una armadura de cien
kilos tras caer a tus espaldas cuando te quedas a solas. No importa las veces
que te puedan ver desnuda, la coraza se mantiene hasta que tú te la quieras
quitar… O hasta que alguien es capaz de ver a través de ella. Yo una vez me
creí Ícaro y me quemé las alas. Hasta que volvieron a crecer, me costó mucho
tiempo y sacrificio. En soledad, las abrí y me enorgullecí del trabajo
realizado. Hace unos días me dijeron que, por muy bella que sea tu obra, nadie
va a ser capaz de apreciarla sino se muestra. Soy los relojes blandos de Dalí,
soy la persistencia de la memoria, la persistencia de mi propia memoria,
consciente del tiempo que se me escurre entre los dedos, soy el llanto en La Lacrimosa de Mozart, soy El Pensador de Rodin hecho idea, soy uno
de los muchos puentes de esta ciudad y pese a mi 1.64 cm puedo sentirme tan
grande como la mismísima Sagrada Familia
de Barcelona; soy el preludio de muchas historias pero no sé si quiero ser el
final de alguna.
Yo necesitaba escribir y supongo que algún día volveré a
hacerlo. Con más o menos fuerza, pero podré hacerlo cuando las palabras me encuentren
y yo haya dejado de buscarlas. Lo que necesito es dejar de engrasarme las manos
cuando decido que voy a quitarme la coraza. Es el miedo anticipado. Es como
cuando sabes que la plancha está caliente pero la tocas rápido para asegurarte,
o cuando pasas el dedo cerca de la llama de la vela. Es absurdo pero es un acto
reflejo. Yo me digo que voy a quitármela, pero me lavo las manos con aceite y
cuando quiero abrir la primera banda de sujeción, soy incapaz. Resbala. Es un
autoengaño: “ay, quiero quitarla, pero no
he podido…” Es una manera cobarde de actuar. No soy tan valiente como el
resto del mundo piensa. He tenido miedo. He tenido miedo hasta sentarme en un
rincón, abrazándome las piernas y deseando que acabase todo. He tenido miedo de creer, de levantarme (a
pesar de saber que el suelo no podía ofrecerme nada más), he tenido miedo de
dormir y de despertarme. He querido desistir
y preguntar qué es lo que se espera de mí.
Algún día voy a escribirlo. Tengo que confiar. Escribiré sobre el ruido que hizo al caer y
contaré cuántas marcas de casquetes de bala quedaron en ella. Pero a pesar del
óxido, aún quedan atisbos de brillo y mi desnudez sin ella es más incómoda que
la desnudez real.
Yo quería escribir… Y no sé si lo he terminado haciendo…