Tú y yo no teníamos que conocernos. Por eso al principio,
quizá no vi las señales de un domingo de resaca y una tarjeta de crédito
perdida. Pero a la tercera va la vencida. Y nos conocimos. Te seré sincera: el
físico tenía un sí del que no me quería convencer. Pero me resultó gracioso que
hicieses bromas acerca de mi voz (obra de una bonita resaca de domingo…) Seguí
hablando contigo, cosa que era difícil, porque casi hay que pedir la vez para
tener el turno de palabra… Le Marais, Bastille y bajando por los jardines de Trocadéro me contaste la leyenda de
porqué la Tour Eiffel tiene forma de A. Según tú, porque la musa de Gustave
Eiffel se llamaba Anaïs y porque además era símbolo del Amor que le profesaba. Tú y yo no teníamos que conocernos. Cuando te corté con mi
frase y el “no doy besos en las primeras citas”, intenté escabullirme. Es cierto
que estudio mucho a las personas y que realmente con una hora me basta y me
sobra. Y contigo debe ser que lo sabía. Desde que llegué a París no sé con
cuántos hombres me he visto. Si no me interesan es tan fácil como suprimirles
de Tinder y, a unas malas, si has proporcionado el número de teléfono,
bloquearles. Ya llevaba a varios bloqueados cuando te conocí. Pero tú te
limitaste a sonreír tras mi brusca intervención, cogerme del brazo y pasearnos
por los Champs de Mars. Y seguíamos hablando. La última copa al lado de Arc de Triomphe creo que me dijo algo así
como “es la cita más larga de tu vida”: llevaba todo el día contigo.
Y no estaba mal, ni mucho menos, pero me sentí peligrar.
Tú y yo no teníamos que conocernos. Esa noche llegué tarde a
casa de V y además ella tenía que madrugar para ir a las clases, lo que implicaba
que no estaba de humor, pero aun así me preguntó que qué tal había ido. “No. No me gusta”, fue mi escueta
respuesta. “Pues para no gustarte, te has
tirado todo el día fuera con él, ¿qué habéis hecho?”. V tenía razón. Pero
tuvo más cuando me dijo “te gustará”.
Yo hice caso omiso, te contesté al mensaje y me dormí. Las próximas veces
evitaría quedar contigo bajo todo pretexto. Pero no te bloqueaba (porque ya
teníamos el número), mientras tú habías eliminado tu cuenta de Tinder . Pero te
daba largas. Las máximas posibles, porque esperaba que desistieras. Había veces hasta en las que me molestaba que me escribieses y ponía los ojos en blanco. “¿Otra vez? ¿Por qué no te cansas?” Y para
colmo, terminé dándote mi Facebook. Regla
nº 2: “nunca proporciones información personal puesto que nunca sabes cuándo
podrán utilizarla en tu contra”. Bravo. ¿Por qué no te habría bloqueado
antes?
Tú y yo no teníamos que conocernos, pero hubo una segunda
vez. Cuando me llevaste a ese bar inspirado en los años 20 del que quedé
enamorada. Y aquella noche sí nos besamos, no sé exactamente en qué puente, pero Notre-Dame nos quedaba al lado. Me subí
al taxi y quise desaparecer mientras miraba por la ventanilla las calles del
París iluminado que atravesaba. Llegué a casa de V (quien me había dejado las
llaves) y te contesté al mensaje, pero me dije que tenía que cortar este juego.
“Pondré fin a esto”. Y seguía
recibiendo mensajes que, aunque me quejaba, en cierto modo, me gustaba. De verdad.
Y era precisamente porque lo veía venir. Y volvimos a quedar, esta vez, con
vinos de por medio. Y claro, toda despedida termina con un beso. Pero la cuarta fue en el hospital. Si vas a visitar a alguien a un sitio así, al menos es
porque hay un mínimo de interés, ¿no? Me maldije a mí, a ti, a Tinder, a París
y a sus bonitos días soleados. Sobre todo porque tú y yo no teníamos que conocernos.
Y me dijiste que te negabas a que me fuera de vacaciones sin que nos viésemos y
comimos juntos en Maisons-Laffitte. Y quise odiarme, pero lo hice en vacaciones
cuando me sorprendía pensando en ti. O enviándote fotos. Que cuanto más luchas
y más te quieres encerrar en tu caparazón, hay gente que va intentando con
cuchara que te lo quites. Es fácil: yo soy feliz con mi coraza. Me gusta. No tengo
que dar explicaciones, adoro mi libertad, aprecio mi tiempo y bajo ella, nada
ni nadie puede dañarme. Por eso no me gusta hablar de mí, porque cuanto más
sabe la gente, más facilidades adquieren para dañarte. El ser humano no es tan bueno,
como tú me dijiste. “Es que lo ves todo negro y con esas informaciones que
publicas en Facebook lo único que vas a conseguir es un suicidio colectivo”. El
ser humano nace bueno, pero no todos lo son. Y dañan.
Y tú y yo no teníamos que conocernos porque bajo mi
caparazón de tortuga estoy satisfecha. Porque si me lo quito voy a quedar
expuesta otra vez a todas esas maripositas de mierda que terminan acercándose
al arco iris y la verdad es que suena bonito, pero los corazones cuando se
resquebrajan no. Que no hay que tener miedo, que por haber suspendido en junio
no hay por qué temer a septiembre. El problema es cuando has suspendido seis
veces (en febrero, en junio) y pides convocatorias extraordinarias a mansalva. Y
claro, pues ya te fías menos. Que si fueses menos inteligente, quizá esto no
habría pasado. Que yo lo que quería era conocer a alguien y pasar el rato, no
era tan difícil, joder. Que si yo fuese más fácil de entender y tú no fueses
tan bromista, atento y diferente al resto, pues todo sería mejor. Mejor, porque
me da miedo. No, no es miedo. Es pánico a tener que vaciarme otra vez, contar
mi vida, que la entiendan sin juzgarme y además que se queden a ver el resto de
la película, con palomitas o sin ellas.
Tú y yo no teníamos que conocernos y aquí estamos. Tú de
aquí y allá y yo de allí viviendo aquí. Tengo miles de preguntas y la mitad de
ellas comienzan con “¿y si…?” Que
como te dije, desde el primer momento me inspiraste una confianza que no era
normal. Y eso era lo que intentaba descifrar. Pues dimito. No puedo hacerlo.
Verás, no soy tan valiente como parezco, porque sino, tendría un escudo y una
espada, no una coraza. No soy princesa ni quiero que me salven. Yo no nací para
ese tipo de cuentos aunque a todas nos guste escucharlos. El problema es que
también debo confiar… Y no es lo mío, ¿sabes? Quiero decir que, a pesar de ser
una persona a la que le gusten las aventuras y el riesgo, cuando se trata de
arriesgar mi corazón, retrocedo. Y no tres escalones, sino que bajo toda la
escalera de un salto. Quien no arriesga no gana y es cierto que la zona de confort
no es lo mío.
Tú y yo no teníamos que conocernos… Pero aquí estoy,
recapitulando hechos. Sí, sí te iba a echar de menos cuando me preguntaste en tu
coche; pero a pesar de que hable y me enrolle cual persiana, es cierto que a
veces voy de dura. Es mucho más fácil adoptar ese papel que tener que
interpretar el mío propio. En tu casa me dijiste, cuando te conté una pequeña (y
resumida) parte de mi vida, que en cierto modo comprendías por qué reaccionaba
así con los hombres y por qué os someto al análisis que hago. Y te dije que,
bueno, no es la vida de ensueño, pero es la mía y la que me ha tocado vivir. Es
cierto que mido todo al milímetro y quizá por eso, bajo la influencia de unas
copas de alcohol sale mi verdadero yo, más atrevida y despreocupada. Porque la
vida no está hecha para ir midiéndola. Sino para disfrutarla.
Tú y yo no teníamos que conocernos pero, por casualidades de
la vida, lo hicimos. Y quise evitarlo pero no pude. Sí, creo en el destino, así
que a lo mejor no debería hablar de casualidad. También creo en el karma. Y creo
que ya no necesito más tiempo para pensar a pesar de que la vuelta no está cerca.
A lo mejor estaba escrito.
Quizá sí debíamos conocernos…
A lo mejor estaba escrito.
Quizá sí debíamos conocernos…