Los excesos siempre fueron lo suyo. Sobre todo los excesos
de pensamientos. Y por las noches. Era otra persona, completamente distinta aquella que se
levantaba de la que se acostaba.
Debía decidir. Debía decidir cuando su mente la decía que
renunciase pero su corazón gritaba en silencio un último intento. Sentía que le
dolía entre la tercera y la cuarta costilla. El dolor se había anclado ahí y le
costaba respirar. Le dolía pero seguía adelante, sin mirar atrás, pasase lo que
pasase, costase lo que costase. Había luchado y se había golpeado contra el
mismo muro cientos de veces, pero el último choque frontal contra el muro había
devuelto con un gancho haciéndola reaccionar: vivir en el pasado preguntándose
si algo podría haber sido diferente, si quedaba algo, lo más mínimo por hacer,
si existían las oportunidades para ella por mínimas que fueran… El golpe le
abrió los ojos a un presente completamente diferente y reconoció que ahí, ahí
mismo debería estar. Que el equipaje no estaba hecho, pero eso no la iba a
detener.
No había nada definido y sabía de la existencia de recuerdos
y cosas que dolerían por siempre. Se deshizo de la llave que cerraba un cajón
con el letrero “olvidar no es fácil”,
puesto que ya no quería olvidar más. Ya no habría más curiosidades, sino
hechos. Que la curiosidad había matado más ilusiones que gatos. Quería
invertir. Invertir en vida, sin cambiar un pasado amenazante que la asediaba.
Que haber dejado a muchas personas (o que muchas la hubiesen dejado) le abrió otros
campos por descubrir. Campos más verdes y cielos más azules y flores más rojas.
Se mantendría fuerte, pasase lo que pasase, aunque se equivocase: ya sabía que
la vida le demostraba que podía fallar. Llegó el día donde se veía fuerte para
decir “sé que puede valer la pena”, a pesar de tener que esperar. Ya estaba
cansada de haberse preocupado en vano por nimiedades, siempre complicando lo
más simple.
La vida nunca le negó nada. Sólo susurraba “espera”. Ella,
tan impaciente, nunca escuchó bien. Pero ahora lo hacía. Dejaba de lado el
miedo y hacía lo que deseaba. Tanto tiempo con los ojos cerrados a las cosas
que no que no quería ver le había impedido abrir el corazón a lo que podía
sentir. La vida le iba enseñando poco a poco quién sí, quién no y quién nunca. Había
aprendido a resistir: sabía cómo empezar de cero. No tendría paz interior
mientras el control de su vida estuviese fuera de ella misma. “El mejor guerrero no es el que triunfa
siempre, sino el que vuelve sin miedo a la batalla”.
Y realmente, lo más insignificante, le cambiaba la vida. Así,
rápido, en un abrir y cerrar de ojos: las cosas pueden cambiar de un año a
otro, de un mes a otro, incluso en un día, en una hora. Las cosas pueden
cambiar en un abrir y cerrar de ojos. No lo esperaba y ocurrió por casualidad. Nada
se construía para la eternidad. Se embarcaba en un viaje largo, sin planear y
sin mapa. Marcharse sería difícil… Porque irse es difícil… Hasta que te
marchas. Y entonces vería que no era para tanto. Que era más fácil de lo que
imaginaba. Aunque su rumbo señalase a un
futuro jamás imaginado. Admitió. Aceptó. Sufrió. Superó. Olvidó. Recordó. Una
carcajada escapó a la velocidad de la luz desde su garganta. Sí. Rió.